martes, 17 de diciembre de 2019

Nadie puede volar

SIMONETTA AGNELLO HORNBY

Categoría: NARRATIVA

Sin duda no resulta fácil aceptar la propia discapacidad o la de un ser querido. Desde que era una niña, en su Sicilia natal, Simonetta Agnello convivió con personas que padecían una minusvalía y que eran del todo aceptadas y formaban incluso parte de su entorno familiar: del ciego se decía que «no ve bien», del cojo que «le cuesta caminar», del gordo que «pesa bastante», del sordo que «hay que gritarle un poco», sin pensar en estas particularidades como defectos o discapacidades. Después en su madurez, y ya afincada en Londres, su hijo George le comunicará un día que padece esclerosis múltiple. Y de esa experiencia nacerá más tarde Nadie puede volar, un libro escrito a «cuatro manos», en el que la voz de Simonetta hace de contrapunto a la de su hijo, el cual nos explica su enfermedad y nos enseña a través de ella a ver la vida de una manera distinta, pero, no por eso, menos divertida e interesante.

PRIMERA PARTE

UNA FAMILIA NORMAL

Viví mis diez primeros años entre Agrigento, Palermo y, en los largos veranos, Mosè. Mosè, cerca de Agrigento, era nuestra casa de campo, y mi familia —papá, mamá, mi hermana Chiara y Giuliana, la niñera húngara— se quedaba allí hasta el final de la recogida de la aceituna, a primeros de noviembre. Mi vida era distinta de la de los otros niños, incluidos mis queridísimos primos, que vivían en Palermo: ellos iban al colegio todos los días, mientras que yo tenía una profesora particular que, de noviembre a junio, venía todas las mañanas a las siete para darme una hora de clase. Todos los años debía presentarme a los exámenes como alumna libre antes de ir a Mosè, adonde vendrían a pasar las vacaciones con nosotros los abuelos Agnello y los hermanos de mamá —la tía Teresa y el tío Giovanni— con sus respectivas familias, además de otros invitados que pasaban en casa periodos más breves.

Sucedió por casualidad. En septiembre de 1950 se inauguró la escuela rural para los niños de la granja Mosè: una amplia habitación, con pizarra, bancos y una mesa sobre una tarima, a la que se accedía desde el zaguán de nuestra casa. Yo, con apenas cinco años, también quería asistir, y la maestra no me lo impidió. Cuando la familia se disponía a regresar a la ciudad, la maestra les sugirió a mis padres que me hicieran cursar los estudios por libre bajo la supervisión de su tía, la señorita Gramaglia. Su consejo fue escuchado.

Mamá en particular lo acogió con entusiasmo por dos motivos.

El primero era de orden práctico: Chiara padecía linfatismo, una enfermedad que entonces se diagnosticaba mucho, casi como si estuviera de moda, y que le provocaba fiebre y le quitaba el apetito. El tratamiento, aparte de unas dolorosísimas inyecciones que el doctor Vadalà venía a ponerle todas las tardes, consistía en hacer reposo absoluto. Chiara se pasaba la mayor parte del tiempo en la cama y salía muy de cuando en cuando, así que necesitaría una profesora particular. Por lo tanto, era conveniente que yo empezara a estudiar en casa para hacerle compañía durante el día.

Yo estaba contenta: adoraba a mi hermanita pálida y delgada, de preciosos cabellos negros recogidos en dos gruesas trenzas («Por lo menos el linfatismo no le ha debilitado el pelo», decía mamá con una sonrisa triste), y pasaba mucho tiempo con ella. Además, participaba en sus interminables comidas porque había inventado un juego para animarla a comer: un moscardón malo «robaba» el bocado del cubierto que Giuliana le acercaba a la boca y yo intentaba darle caza. Hacía teatro buscándolo por todas partes: en las paredes, detrás de las butacas e incluso dentro de los cajones. Me subía a una silla para alejarlo del cristal de la ventana, donde Chiara aseguraba haberlo entrevisto entre las anillas de la cortina, me metía debajo de la mesa y de las sillas para tratar de pillarlo, y a veces fingía que tropezaba y me caía. Mientras tanto, Chiara tomaba cucharadas de pasta y trocitos de carne para hacerme creer que se los había zampado el moscardón y se echaba a reír cuando yo mostraba mi desesperación al ver el plato vacío: ¡el maldito bicharraco había vuelto a derrotarme!

A Chiara se lo consentíamos todo. En Agrigento, quien alegraba sus largas tardes en la cama era Paolo, el chófer de papá, ya desocupado y de edad avanzada: a papá le gustaba conducir, y mamá salía poco y en general a pie para hacer recados cerca de casa. Paolo, como todos los cocheros y chóferes palermitanos, en los ratos de inactividad jugaba a las cartas con los compañeros o hacía solitarios; se le daban particularmente bien las cartas sicilianas, de bonitas figuras multicolores. Mamá le pidió que entretuviera a Chiara: todos los días, a las tres en punto, él se adentraba en el pasillo desde el que se accedía a nuestras habitaciones arrastrando los pies y con la baraja en el bolsillo. Chiara lo esperaba muy erguida, apoyada en las almohadas que Giuliana había amontonado detrás de su espalda, preparada para jugar; sobre sus rodillas, la tabla de madera que se utilizaba para extender la masa con el rodillo, transformada ahora en mesa de juego con el añadido de un paño verde.

Paolo se sentaba en un taburete bajo junto a la cama —era incómodo, pero él no se quejaba— y los dos, niña y anciano, empezaban a jugar. Con los años, Chiara aprendió primero la casita robada, luego la escoba, la brisca e incluso algunos juegos de azar inapropiados para las mujeres y los niños como el sacanete. Paolo la dejaba ganar casi siempre, y entonces sus mejillas pálidas se teñían ligeramente de rosa. Él la miraba con ternura, sentía por ella un cariño muy especial porque Chiara se parecía a papá de pequeño. Todos nosotros le estábamos agradecidos porque sabía hacerla feliz, incluso Giuliana, aunque no aprobara aquellas partidas de cartas y quizá incluso estuviera un poco celosa.

El segundo motivo por el que la idea de las clases particulares había sido aceptada de inmediato era igual de importante para mamá: echaba mucho de menos a sus hermanos, y si Chiara y yo estudiábamos en casa, ella podría pasar algunas semanas en Palermo con nosotras, como invitadas de la tía Teresa y el tío Peppino. Nosotras disfrutaríamos de la compañía de Silvano (de mi edad, apenas nos llevábamos ocho meses) y estudiaríamos haciendo los deberes que nos pusiera la señorita Gramaglia. Además, el tío Giovanni, su esposa, la tía Mariola, y sus hijos, Maria, Gaspare y Gabriella, vivían en el mismo rellano, y en el mismo barrio vivía también la tribu Agnello: el abuelo, sus cinco hermanos y sus cuatro hermanas, sus hijos y sus nietos. Giuliana se hospedaría en casa de sus cuñados y vendría todos los días para ocuparse de nosotras como siempre.

Giuliana era diferente. Para empezar, era extranjera, no hablaba siciliano, y cuando hablaba en italiano, lo hacía con un acento muy particular. Tenía un rostro agraciado, se maquillaba cuidadosamente utilizando polvos de arroz y valoraba la elegancia: pese a su cojera —nos había contado que de niña se rompió una pierna a causa de una desgraciada caída y la fractura no se soldó bien—, llevaba siempre zapatos de tacón. Le gustaba hablar de su país, Hungría, exótico para nosotras. Perdió a su madre de pequeña y su padre volvió a casarse con una mujer muy antipática. Giuliana no se llevaba bien con ellos y por eso pasaba las vacaciones con una tía materna que tenía una bonita casa en Sarajevo. Precisamente estaba allí, en Sarajevo, cuando el archiduque austriaco sufrió el atentado que desencadenó la primera guerra mundial. Y fue justo entonces, en tiempos de guerra, cuando conoció al amor de su vida: Giorgio Argento, un palermitano, ingeniero de los ferrocarriles italianos, que trabajaba en Bosnia. Su padre se oponía a aquel matrimonio, y los enamorados, con ayuda de la tía de Giuliana, organizaron la clásica «fuga». Pasados los años, Giuliana decía casi riendo que 1914 había sido «un año doblemente funesto: el inicio de la Gran Guerra y de un matrimonio que me causó disgustos e infelicidad». Resultó que su marido no sólo tenía mal carácter, sino que, por añadidura, era infiel (una palabra que yo no entendía bien, pero que sin duda guardaba relación con una fe religiosa distinta de la nuestra). Pese a todo, ella lo quería. Vivieron en diferentes ciudades y luego durante muchos años en Trieste. Cuando estalló la segunda guerra mundial, él se fue a la montaña con otra mujer y la dejó sola y humillada. Giuliana, al término de un viaje rocambolesco, encontró refugio en Palermo, en casa de sus cuñados, con los que mantenía contacto epistolar. Totò, contable, y Angelina, ama de casa, vivían juntos. Avergonzados por el comportamiento de su hermano, acogieron a Giuliana con los brazos abiertos en la casa familiar: eso es lo que decía ella cuando les contaba a las visitas sus tribulaciones. Totò y Angelina eran muy devotos: se dedicaban a las obras de beneficencia y por la noche rezaban el rosario juntos, en voz alta; de vez en cuando invitaban a cenar al párroco. Todas las amigas de Angelina eran seglares comprometidas con la iglesia, y Giuliana, que trabajaba como bordadora, se aburría. Pero, sobre todo, quería ser independiente, y por eso aceptó venir a nuestra casa para bordar mi canastilla antes de que yo naciera.

La gente la admiraba porque era «de fuera», pero no había hecho amistades porque era arisca y quisquillosa. Se peleaba con las personas del servicio, que según ella no la respetaban como deberían, y manifestaba su desprecio retirándoles el saludo. Incluso la tomaba con mamá porque no se ponía de su parte y no reñía a las doncellas; en esos casos, evitaba saludarla cuando se cruzaban en el pasillo. «Buenos días, Giuliana», decía enseguida mamá, en respuesta a un saludo inexistente. Y ella se sulfuraba.

Mamá me recordaba a menudo que Giuliana había tenido una vida infeliz y que por eso era preciso compadecerla y aceptarla. Yo la quería muchísimo, a pesar de que a mis primos no les resultaba simpática.

En casa no se pegaba a los niños. Mamá no lo hizo nunca; de papá recuerdo un solo bofetón, que él lamentó mucho: yo tenía cuatro años y había llamado «mono» al abuelo. Su mano golpeó mi mejilla mientras me gritaba: «¡Respeta a tu abuelo!».

Giuliana, en cambio, creía que estaba bien darnos una azotaina de vez en cuando. Cuando yo, incorregible, me negaba a pedirle disculpas después de que me hubiera echado una bronca o incluso le replicaba, perdía la paciencia. «¡Tu madre no me deja que te dé los cachetes que mereces, pero no puede prohibirme que me los dé a mí!», decía, exasperada, y se abofeteaba. Cuando iba más allá y se golpeaba la cabeza con los puños cerrados, me asustaba. Enseguida aprendí a obedecerla y hacer lo que quería en secreto, cuando ella no estaba.

Nadie decía abiertamente que estaba coja. «Giuliana no puede correr, caminad a su lado despacito», nos indicaba mamá. En el campo, la ayudábamos a pasar por los terrenos arados e inestables, y a los niños que venían de visita les repetíamos: «Giuliana no puede correr». Nunca se nos pasó por la cabeza que tuviera un defecto o una discapacidad, o que fuera menos hábil que los demás.

En la familia empleábamos de modo natural ese tipo de expresiones para indicar una forma de «diversidad», aludiendo a peculiaridades que hacían imposible o difícil llevar una vida normal, pero que, en cualquier caso, no eran sinónimo de inferioridad. De un ciego se decía «no ve bien», de alguien que renqueaba, «le cuesta andar», de un obeso, «pesa mucho», de un inválido, «le falta una pierna», de un tonto, «a veces no entiende», de un sordo, «hay que hablarle en voz alta». Y sólo se transmitían las imperfecciones que debían tenerse en cuenta en los juegos o en las relaciones sociales.

En Palermo, lo que me hacía completamente feliz era jugar con mis primos y con Ninì, la hermanastra de Silvano, hija del primer matrimonio del tío Peppino, que se había quedado viudo muy joven. Ninì tenía más o menos la edad de mamá, es decir, unos treinta años, y era sordomuda. Le gustaba estar con nosotros, la tratábamos con deferencia porque era mayor, y con mucho afecto porque había perdido a su madre de pequeña. Aprendimos casi automáticamente el alfabeto manual y, representando las letras con los dedos, conversábamos con fluidez. A los invitados que no la conocían, yo les advertía: «Ninì no habla bien».

Ninì hacía la vida normal de una chica soltera. Acompañaba a la tía Teresa o a otros familiares cuando salían a hacer recados. Tenía una renta propia y le gustaba gastarla en ropa, zapatos y bolsos. Pero su auténtica pasión era comprar platos, cubiertos, cazuelas, manteles, paños de cocina…, en suma, todo lo necesario para el ajuar de cocina que utilizaría cuando se casara. Volvía a casa cargada de paquetes, nos enseñaba sus adquisiciones para que las admirásemos y luego las guardaba en el armario del ajuar, en su habitación. Le gustaban los dulces y observaba a la tía Teresa cuando los preparaba, pero no la ayudaba y ni siquiera quería aprender a hacerlos. Prefería jugar con nosotros, y tampoco eso nos parecía nada raro.

A veces Ninì se encaprichaba del bolso o el vestido de otra y quería uno parecido. En esos casos, la tía Teresa hacía sus indagaciones y después iban a comprarlo juntas. En una ocasión se prendó de una chaqueta azul de mamá. Preguntó si podía probársela y, como le quedaba bien, decidió que quería una del mismo modelo y la misma tela, pero en rojo. Lamentablemente, en la tienda de Agrigento donde mamá la había comprado no la tenían en ese color, y la tía Teresa, pese a que la buscó por todo Palermo, no consiguió encontrar ninguna parecida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario