martes, 2 de julio de 2019

Narrativa: Un marqués para mí

Olga Salar

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Lady Alice Alvanley estaba cansada de fingir que todo iba bien, cansada de sentirse sola e incomprendida, de que sus padres apenas tolerasen su presencia en sus vidas. Por todo ello, había decidido independizarse de ellos y, ¿qué mejor manera de hacerlo que buscándose un marido que la sacara de allí? Lucius Whinthrope no podía quitarse de la cabeza a la osada Lady Alice. Primero había tenido que intervenir para que esta no estropeara el compromiso de su hermana y, después de que este, por fin, se hubiera formalizado, parecía encontrársela allá donde fuera. ¿Se habría convertido el marqués en su nuevo objetivo?

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Aunque era la única hija de una orgullosa y próspera familia de Texas, Patsy Brubaker no podía encontrar marido... Al menos, no a tiempo para que la acompañara a la reunión de antiguos alumnos de su colegio, y desde luego, no con tiempo suficiente para tener los dos preciosos hijos de los que había presumido.

Por suerte, tenía un plan para salir del apuro: lo único que tenía que hacer era convencer al rudo capataz, Justin Lassiter, para que fingiera ser su marido. ¡Pero debía procurar no enamorarse de aquel vaquero reacio al matrimonio!

Capítulo 1

—Patsy, cariño —Big Daddy Brubaker, el patriarca del extenso clan Brubaker se quitó de la boca el puro que estaba fumando para hablar con más claridad, y se arrellanó en el sillón para concentrarse mejor en la conversación con su hija—. Tu cumpleaños ha sido hace poco, ¿verdad, cielito?

Patsy asintió con una pizca de aprensión.

—¿Y cuántos has cumplido, mi niña?, ¿veintidós, veintitrés...?

—Veintiocho.

—¡Veintiocho! —exclamó maravillado—. ¡Qué deprisa pasa el tiempo! —comentó, mirándola fijamente—. Parece que fue ayer cuando te marchaste al extranjero a seguir esos cursos de danza —se quedó un instante en silencio, como sopesando aquella sorprendente noticia—. Veintiocho... —repitió meneando la cabeza incrédulo—. ¡Y que a estas alturas sigas viviendo con nosotros! —le reprochó, lanzando una mirada cargada de intención a Clarise, su mujer.

—Sí, Big Daddy —asintió Patsy. Por mucho que le doliera reconocerlo, aquella era la triste verdad.

En un intento de desviar la atención de su padre, echó un vistazo a su alrededor, a la casa que había sido su hogar durante toda su vida, con excepción de los cinco años que había pasado en Europa estudiando ballet.

Era sin duda una hermosa mansión; construida antes de la guerra impresionaba tanto por su tamaño como por su elegancia. En el frente se alzaban unos altos pilares que, semejantes a gigantes centinelas, sostenían una amplia baranda. El camino de entrada estaba bordeado por árboles imponentes, y en los alrededores se habían construido otra media docena de edificios. Desde donde estaba sentada, Patsy podía distinguir las habitaciones de los criados, el inmenso garaje, la casa de la piscina, un cenador, el invernadero, la rosaleda y los establos.

Era un lugar absolutamente perfecto salvo por una cosa: a aquellas alturas, Patsy debería estar en su propia casa, almorzando con sus amigos y su propia familia. Por desgracia no era así, y apenas veía a otras personas que no fueran sus padres y hermanos pequeños.

Se sentía cansada y algo deprimida; después de pasarse cinco años estudiando en Europa, ¿qué había conseguido? Tan sólo aparecer en un par de festivales benéficos en Dallas... por no hablar del hecho de que siguiera viviendo en las mismas habitaciones que desde niña tenía en casa de su padre. Muchas veces había pensando en intentar desarrollar una carrera en el competitivo mundo de la danza, pero, a su edad, ese deseo era poco más que un sueño. Por otra parte, tras haber pasado cinco años lejos de su familia, le quedaban pocas ganas de dejarles otra vez; todavía le dolía haberse perdido las bodas de sus tres hermanos mayores.

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Laura es una mujer de éxito. Al fin llegaba a lo más alto de su carrera por la confianza de su jefe, pero alguien no la dejaba disfrutar de ese momento como debía.

Arnold Weixler era un triunfador al que le volvían loco las faldas.

Tenía tantas conquistas que Laura había perdido la cuenta y aunque ya se había acostado con él, estaba deseando repetir.

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Hay tres cosas muy evidentes sobre Elizabeth Bennet: es muy inteligente, siempre mantiene el control y su vida está basada en un conjunto de normas cuidadosamente elaborado. Ha aprendido de la manera más difícil que la gente a la que ama siempre acaba haciéndole daño. Pero entonces aparece Declan Blay, el nuevo vecino de su bloque de apartamentos. Declan es británico, experto en artes marciales y el chico malo del campus al que se supone que Elizabeth debe evitar, pero cuando lo conoce en una fiesta universitaria, todas las reglas que ella tiene sobre el sexo y el amor se desvanecen. Después de pasar una noche de pasión desenfrenada, él anhela algo más: tras la delgada pared que separa sus dormitorios, Declan sueña con que la vulnerable chica de al lado sea suya para siempre.

Una moderna historia de amor inspirada en Orgullo y prejuicio.

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Adriana vive con el miedo de que su acosador la alcance. Carlos sobrevive a la decepción y el abandono de la mujer de su vida. Dos almas heridas que se encuentran y se ofrecen su amistad para salir a flote. Cuando la relación entre ambos empieza a cambiar, un accidente trastocará sus vidas y los hará aún más vulnerables. Solo la fuerza de sus sentimientos decidirá su futuro.

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Ellas los amaron más jóvenes.

Oposición familiar, críticas —a veces implacables— del entorno, conflictos laborales… Son muchos los problemas a los que estas mujeres tuvieron que hacer frente, en diversos momentos históricos, por saltarse uno de los prejuicios más firmemente instalados en la sociedad: que una mujer no puede (o no debe) enamorarse de un hombre más joven que ella. Con un estilo ameno y riguroso, lleno de ritmo, la autora intenta ir más allá de los lugares comunes y a la vez ser escrupulosamente fiel a sus heroínas para contarnos sus historias de deseo, aventuras, amor, lágrimas, inevitables catástrofes y finales felices.

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Categoría: NARRATIVA

Infolector

«Cualquier persona, sea dama o caballero, que no halle deleite en una buena novela, debe de ser intolerablemente estúpida.»

    La abadía de Northanger, Jane Austen

Fragmento tomado de 'El arte de la ficción' de James Salter.

Hay quien se desmaya con sólo ver algo, o al oír una noticia o la voz de alguien al que daba por muerto, pero nadie se desmaya por leer un libro. Y eso no quiere decir que los libros carezcan de poder sobre nosotros; su poder es de otra índole. Cuando lees, no ves ni oyes nada, y, sin embargo, te parece que sí. A mí me parecía estar en la Indochina francesa mientras leía El amante, de Marguerite Duras. Veía las amplias avenidas arboladas, los trajes blancos, el barrio chino. Conocí a la madre y al hermano, el increíble cuerpo desnudo de Hélène Lagonelle, al amante patético, y el hecho de que todo era parte del pasado, pero también estaba presente en la cara de la mujer que lo escribió. La novela se narra en primera persona. Es una confesión, y sólo inventada, pero yo la creí. Pasó a formar parte de mi historia del mundo. 
François Mauriac contó lo siguiente: 
Un chico de quince años, que se llamaba Paul Bourget, entró un día en un gabinete de lectura de la rue Soufflot y pidió el primer tomo del Père Goriot. Era la una cuando empezó a leer; eran las siete cuando el joven Paul se encontró de nuevo en la acera: se había acabado la obra de un tirón. «La alucinación de esta lectura había sido tan fuerte —escribió Bourget— que me tambaleaba... La intensidad del sueño en el que me había sumido Balzac produjo en mí efectos parecidos a los del alcohol o el opio. Demoré varios minutos en volver a captar la realidad de las cosas a mi alrededor y mi triste realidad...»
Balzac, como probablemente saben, había escrito cierto número de obras menores bajo distintos pseudónimos antes de iniciar los épicos veinte años en los que publicó unas noventa novelas firmadas con su nombre, entre ellas muchas obras maestras, una de las cuales es El pobre Goriot. 
Ciertos escritores tienen la capacidad de unir una palabra a otra o enhebrarlas en una secuencia que florece en la mente del lector, o logran describir tan bien las cosas que para éste se convierten en algo parecido o equivalente a la realidad. No depende sólo del acierto en la observación; también del modo de contar. 
Goriot es un anciano que en otros tiempos fue próspero y rico, con dos hermosas hijas a las que adora y por las que se desvive, y a las que concierta los matrimonios más favorables. Es parecido al rey Lear: él les da todo, y ellas demuestran ser ingratas y sumamente egoístas. Ya ni siquiera lo reciben en sus suntuosas casas, y el hombre vive, arruinado, en el último piso de una pensión de tres al cuarto, la Maison Vauquer, donde lo tienen por un don nadie, y aun así sigue plenamente entregado a sus desdeñosas hijas, de las que por cierto nadie ha oído hablar. 
Cada detalle de esta pensión, cada aposento y su mobiliario, cada uno de sus inquilinos está descrito con maestría, como si Balzac insistiera en que: ¡Todo es verdad! Toda esta historia de un París decimonónico corrompido, relumbrante y bullicioso, escondrijo maloliente y paraíso señorial, es verdad de principio a fin.
Así entramos en el comedor de la Maison Vauquer, con sus paredes de un color ya irreconocible, sus licoreras desportilladas y sucias, pilas de platos en los aparadores mugrientos, y las servilletas de los huéspedes salpicadas de vino en un casillero. La mesa está cubierta con un hule grasiento, las esterillas de paja raídas al punto de desaparecer, y las sillas desvencijadas y con los respaldos rotos.
Impera aquí, en resumidas cuentas, la miseria sin poesía; una miseria ahorrativa, concentrada, raída. Aunque aún no tiene fango, ya tiene manchas; aunque no tiene ni agujeros ni harapos, se deshace de puro podrida.
Esta habitación está en todo su esplendor en el momento en que, a eso de las siete de la mañana, el gato de la señora Vauquer antecede a su dueña.1
En este popurrí de la decadencia, con su desfile de detalles, cambios de perspectiva, interpelación directa al lector, escrutinio certero, orquestado como una especie de fanfarria, tiene lugar la entrada ridículamente majestuosa de una figura principal, la propietaria en persona, madame Vauquer, arrastrando los pies como una vieja actriz con zapatillas arrugadas, un casquete de tul torcido sobre la cabeza, precursora de nuestras peluqueras y de las reinas destronadas de los concursos de belleza. Se concede entonces una página brillante a su descripción, que no citaré completa, pero que empieza así:
La cara envejecida y regordeta, en cuyo centro destaca una nariz de pico de loro, las manos menudas y gordezuelas, el cuerpo rollizo como de rata de iglesia, la espetera excesiva y bamboleante armonizan con este comedor del que rezuma desdicha, donde se acurruca la especulación y cuyo aire cálidamente fétido respira la señora Vauquer sin que le dé asco.2
Hasta entonces, los escritores habían omitido, por considerarlos zafios y carentes de interés, los detalles de la vida cotidiana que tan vorazmente Balzac compendió y utilizó como una parte esencial de la verdad, de la realidad. Fue él quien abrió esa puerta. 
Leo por el placer de leer. Ya no tengo ni siento ninguna obligación de leer nada, aunque hay ciertos libros que me gustaría leer antes de morir, por razones difíciles de expresar. Si no, de alguna manera me sentiría incompleto, no del todo preparado. Me gustaría leer Las hermanas Makioka, de Junichir Tanizaki. Quiero leer la Trilogía transilvana, de Miklós Bánffy, y Los sonámbulos, de Hermann Broch. Me veo leyendo al final como Edmund Wilson poco antes de morir aprendía hebreo con botellas de oxígeno al pie de la cama.
Por supuesto siempre hay libros que, si no leo, quizá sí examine por curiosidad o para ver cómo están escritos. En realidad, no necesito saberlo, es una manía.

Títulos

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