martes, 2 de julio de 2019

Categoría: NARRATIVA

Infolector

«Cualquier persona, sea dama o caballero, que no halle deleite en una buena novela, debe de ser intolerablemente estúpida.»

    La abadía de Northanger, Jane Austen

Fragmento tomado de 'El arte de la ficción' de James Salter.

Hay quien se desmaya con sólo ver algo, o al oír una noticia o la voz de alguien al que daba por muerto, pero nadie se desmaya por leer un libro. Y eso no quiere decir que los libros carezcan de poder sobre nosotros; su poder es de otra índole. Cuando lees, no ves ni oyes nada, y, sin embargo, te parece que sí. A mí me parecía estar en la Indochina francesa mientras leía El amante, de Marguerite Duras. Veía las amplias avenidas arboladas, los trajes blancos, el barrio chino. Conocí a la madre y al hermano, el increíble cuerpo desnudo de Hélène Lagonelle, al amante patético, y el hecho de que todo era parte del pasado, pero también estaba presente en la cara de la mujer que lo escribió. La novela se narra en primera persona. Es una confesión, y sólo inventada, pero yo la creí. Pasó a formar parte de mi historia del mundo. 
François Mauriac contó lo siguiente: 
Un chico de quince años, que se llamaba Paul Bourget, entró un día en un gabinete de lectura de la rue Soufflot y pidió el primer tomo del Père Goriot. Era la una cuando empezó a leer; eran las siete cuando el joven Paul se encontró de nuevo en la acera: se había acabado la obra de un tirón. «La alucinación de esta lectura había sido tan fuerte —escribió Bourget— que me tambaleaba... La intensidad del sueño en el que me había sumido Balzac produjo en mí efectos parecidos a los del alcohol o el opio. Demoré varios minutos en volver a captar la realidad de las cosas a mi alrededor y mi triste realidad...»
Balzac, como probablemente saben, había escrito cierto número de obras menores bajo distintos pseudónimos antes de iniciar los épicos veinte años en los que publicó unas noventa novelas firmadas con su nombre, entre ellas muchas obras maestras, una de las cuales es El pobre Goriot. 
Ciertos escritores tienen la capacidad de unir una palabra a otra o enhebrarlas en una secuencia que florece en la mente del lector, o logran describir tan bien las cosas que para éste se convierten en algo parecido o equivalente a la realidad. No depende sólo del acierto en la observación; también del modo de contar. 
Goriot es un anciano que en otros tiempos fue próspero y rico, con dos hermosas hijas a las que adora y por las que se desvive, y a las que concierta los matrimonios más favorables. Es parecido al rey Lear: él les da todo, y ellas demuestran ser ingratas y sumamente egoístas. Ya ni siquiera lo reciben en sus suntuosas casas, y el hombre vive, arruinado, en el último piso de una pensión de tres al cuarto, la Maison Vauquer, donde lo tienen por un don nadie, y aun así sigue plenamente entregado a sus desdeñosas hijas, de las que por cierto nadie ha oído hablar. 
Cada detalle de esta pensión, cada aposento y su mobiliario, cada uno de sus inquilinos está descrito con maestría, como si Balzac insistiera en que: ¡Todo es verdad! Toda esta historia de un París decimonónico corrompido, relumbrante y bullicioso, escondrijo maloliente y paraíso señorial, es verdad de principio a fin.
Así entramos en el comedor de la Maison Vauquer, con sus paredes de un color ya irreconocible, sus licoreras desportilladas y sucias, pilas de platos en los aparadores mugrientos, y las servilletas de los huéspedes salpicadas de vino en un casillero. La mesa está cubierta con un hule grasiento, las esterillas de paja raídas al punto de desaparecer, y las sillas desvencijadas y con los respaldos rotos.
Impera aquí, en resumidas cuentas, la miseria sin poesía; una miseria ahorrativa, concentrada, raída. Aunque aún no tiene fango, ya tiene manchas; aunque no tiene ni agujeros ni harapos, se deshace de puro podrida.
Esta habitación está en todo su esplendor en el momento en que, a eso de las siete de la mañana, el gato de la señora Vauquer antecede a su dueña.1
En este popurrí de la decadencia, con su desfile de detalles, cambios de perspectiva, interpelación directa al lector, escrutinio certero, orquestado como una especie de fanfarria, tiene lugar la entrada ridículamente majestuosa de una figura principal, la propietaria en persona, madame Vauquer, arrastrando los pies como una vieja actriz con zapatillas arrugadas, un casquete de tul torcido sobre la cabeza, precursora de nuestras peluqueras y de las reinas destronadas de los concursos de belleza. Se concede entonces una página brillante a su descripción, que no citaré completa, pero que empieza así:
La cara envejecida y regordeta, en cuyo centro destaca una nariz de pico de loro, las manos menudas y gordezuelas, el cuerpo rollizo como de rata de iglesia, la espetera excesiva y bamboleante armonizan con este comedor del que rezuma desdicha, donde se acurruca la especulación y cuyo aire cálidamente fétido respira la señora Vauquer sin que le dé asco.2
Hasta entonces, los escritores habían omitido, por considerarlos zafios y carentes de interés, los detalles de la vida cotidiana que tan vorazmente Balzac compendió y utilizó como una parte esencial de la verdad, de la realidad. Fue él quien abrió esa puerta. 
Leo por el placer de leer. Ya no tengo ni siento ninguna obligación de leer nada, aunque hay ciertos libros que me gustaría leer antes de morir, por razones difíciles de expresar. Si no, de alguna manera me sentiría incompleto, no del todo preparado. Me gustaría leer Las hermanas Makioka, de Junichir Tanizaki. Quiero leer la Trilogía transilvana, de Miklós Bánffy, y Los sonámbulos, de Hermann Broch. Me veo leyendo al final como Edmund Wilson poco antes de morir aprendía hebreo con botellas de oxígeno al pie de la cama.
Por supuesto siempre hay libros que, si no leo, quizá sí examine por curiosidad o para ver cómo están escritos. En realidad, no necesito saberlo, es una manía.

Títulos

El Informe De Brodie

Libro: Empiezo A Recordarte

Sorgo Rojo

La Palabra del Mudo

El ojo del mundo

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