jueves, 30 de mayo de 2019

Perfiles: OCTAVIO PAZ

Escritores del siglo XX

Infolector

III. EL SOLITARIO

Un Teseo romántico en el laberinto de la modernidad

El hombre no va a ninguna parte si no va al encuentro de sí mismo.

                O. P.

!La nobleza del oficio de escritor está en la resistencia a la opresión, y por lo tanto en decir que sí a la soledad.!

                    ALBERT CAMUS

Para salir del “laberinto”, quiero decir de la formulación del problema mexicano por Octavio Paz en el libro que lo hizo famoso en los años cincuenta, El laberinto de la soledad, fue necesario el esfuerzo de varios de los más diversos y destacados espíritus de México: don Alfonso Reyes con La X en la frente(FCE, México, 1952) y don Jesús Silva Herzog con El mexicano y su morada (Cuadernos Americanos, México, 1960), y como para hacer eco a los mexicanos Mariano de Cárcer publicó ¿Qué cosa es gachupín? (Manuel Porrúa, 1953), don Pedro Bosch Gimpera, La España de todos (obra póstuma), y Abelardo Villegas, La filosofía de lo mexicano (FCE, 1960). El laberinto… ha sido como el arco de Ulises para los pretendientes de la mano de Penélope-Clío. Varios han intentado imitarlo a la vez que superarlo; pero en algunos casos el laberinto se ha metamorfoseado en jaula; salir de ésta es todo el drama de México. Y lo más gracioso es que El laberinto… no fue siquiera un libro concebido como tal, sino una miscelánea de ensayos escritos sucesivamente en vista de su publicación por entregas en la revista de mayor prestigio intelectual de aquella época en América Latina: Cuadernos Americanos. Se pudieron publicar estas primicias de la labor ensayística de Octavio Paz porque se lo pidió de favor don Alfonso Reyes a don Jesús Silva Herzog, director-fundador de aquella revista, como lo atestigua una carta de Octavio Paz a Alfonso Reyes. El laberinto… ya estaba terminado en septiembre de 1949. En aquel año salió en Buenos Aires, publicada por la editorial Emecé, la colección de cuentos más famosa de Jorge Luis Borges, titulada esotéricamente El Aleph (que es el nombre de la primera letra del alfabeto hebreo). Tomando en cuenta que Octavio Paz frecuentaba en París a Bioy Casares, el mejor amigo de Borges, y él mismo era colaborador de la revista Sur, sería difícil suponer que no haya llegado pronto a sus manos la más reciente publicación de Borges, por el intermedio de José Bianco, secretario de la revista, con quien se carteaba. Lo que no hemos podido averiguar es si Paz ya había puesto el punto final a su Laberinto… cuando leyó a Borges; lo cual no es una pregunta ociosa. Ocurre que uno de los cuentos de El Aleph se titula: “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto”; se trata de la historia imaginaria de un rey de tribu nilótica que construyó un laberinto de ladrillo, al que van a descubrir dos ingleses —parodia de los famosos arqueólogos de las pirámides de Egipto—. En el diálogo de los dos personajes encontramos esta sentencia: “No precisa erigir un laberinto, cuando el universo ya lo es”. Si el universo es un laberinto, ¿no lo será a fortiori México? El tema principal, si bien no único, de El laberinto… de Octavio Paz es México, y la originalidad del conjunto es que abarca la historia del México antiguo, la Nueva España, el México independiente, la Revolución y el México posrevolucionario, así como un tema novedoso entonces, los chicanos de los Estados Unidos. Fue un reto en esa época, cuanto más si se advierte que el libro, impreso en formato in 18, no pasa de 191 páginas en la edición, ya revisada y aumentada, de 1959, y que posteriormente tuvo múltiples reimpresiones y traducciones a otros idiomas. Por primera vez un escritor mexicano intentó superar la historia vista como una serie de grandes fracturas (episodios heroicos), fragmentada en épocas o eras: prehispánica, virreinal, independiente, revolucionaria. Fue de los primeros (después de don Joaquín García Icazbalceta y Carlos Pereyra) en rescatar aquella Edad Media mexicana que había sido la Nueva España, igual que los románticos europeos rescataron las consabidas “tinieblas medievales” del oprobio que les habían pegado el humanismo y la Ilustración. La analogía, empleando uno de los conceptos predilectos de Octavio Paz, no es coincidencia sino mimetismo. Octavio Paz logró, mediante un hilo de Ariadna, unificar míticamente el pasado y el presente de México, todos los pasados, y salir ileso de este lío contradictorio con haber escrito: “El mexicano no es una esencia, es una historia”. ¿El hilo se lo proporcionarían el psicoanálisis, la filosofía y la antropología, como lo sugiere el título, tomado del apéndice final, además de su propia sensibilidad frente a la sociedad de los Estados Unidos? ¿Habrá leído la obra de Benedetto Croce (La storia come pensiero e come azione, Bari, 1938), que ya había traducido Enrique Díez-Canedo al español en México? El ilustre italiano, también lector de Nietzsche, sentenció: “La historia de la historiografía es pues la del pensamiento histórico; es imposible separar la teoría de la historia y la historia”.[1]

Octavio Paz se puso a escribir historia; sin embargo, se puede decir sin paradoja que El laberinto… es el libro suyo menos acabado, stricto sensu, si bien sigue siendo el más difundido y celebrado. En cierto sentido El laberinto… es uno de los últimos destellos de una numerosa serie de libros dedicados a la psicología de los pueblos, algo que en el mundo hispánico arranca del “Regeneracionismo” español ligado a la crisis de 1898; si bien El laberinto… fue un intento de superar la visión psicologista, que había sido la de Ramón Pérez de Ayala o la de Salvador de Madariaga, y psicoanalítica, la de Samuel Ramos, “intrahistórica”, la de Unamuno, para adentrarse en un desciframiento más afín con la Radiografía de la Pampa (Buenos Aires, 1933) de Martínez Estrada (libro que yo considero el único antecedente de El laberinto de la soledad). Fue otra forma de exorcizar el atormentado misterio de la identidad nacional, herencia de la vieja España al mismo tiempo que inquietud de naciones americanas en gestación. El primer ensayo de este tipo publicado en América Latina (en los mismos años que el argentino), fue Chile, una loca geografía (Santiago de Chile, 1940), del doctor Benjamin Subercaseaux; más que geografía es etnografía y psicosociología de un Chile visto con ojo clínico por un médico itinerante. La vieja España, raíz europea del imperio, y la Nueva España, llamada de nuevo “México”, se siguen interrogando sobre sí mismas. De este modo, posteriormente a El laberinto… de Octavio Paz, más de medio siglo después de En torno al casticismo, de 1895, famoso ensayo de Unamuno (libro que ya era un Laberinto… español), el doctor Laín Entralgo, otro médico que auscultó a la patria como hiciera Marañón, publicó una admirable meditación: ¿A qué llamamos España? (Colección Austral, Madrid, 1971). En México, Carlos Fuentes, otro adalid cosmopolita de las letras nacionales, propuso su propia lecturadel México contemporáneo en dos etapas: Tiempo mexicano(Joaquín Mortiz, México, 1971), un libro dedicado significativemente a Fernando Benítez, seguido de Nuevo tiempo mexicano (Aguilar, México, 1994). Por fin le tocó al chispeante Xavier Rubert de Ventós escribir el último ensayo (si no me equivoco) de esta serie laberíntica, el que más abarca, titulado El laberinto de la hispanidad (Planeta, Barcelona, 1987).

El laberinto de la soledad, escrito por un hombre de 35 años, es un enjambre de temas futuros, la obra matriz de sus libros más significativos (cuando menos, los de prosa). Igual que todas sus obras posteriores, escribió el libro a posteriori, no durante su estancia en los Estados Unidos, sino en París, donde permaneció de 1945 a 1951; volvería más tarde a París de 1959 a 1962; entre estas dos temporadas realizó viajes a la capital francesa, de paso para el Extremo Oriente. De El laberinto… son desgajamientos sucesivos no sólo Conjunciones y disyunciones y Posdata, de 1970 (que se da por una revisión o puesta al día de El laberinto…), sino también El ogro filantrópico, de 1979, así como un conjunto de escritos cortos reunidos en las Obras completas con el título El peregrino en su patria.Y, lo más sorprendente, tanto el estudio dedicado a Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe (1981), obra que llegó a cuajar tardíamente, como La llama doble. Amor y erotismo, aún más tardío, de 1993, ya están esbozados en El laberinto… En la obra de Octavio Paz, considerada en su despliegue temporal, los temas se engastan unos en otros, como se superponían las pirámides del México antiguo. Sus sucesivas temporadas en París fueron la época de acumulación de temas y proyectos, la cantera de donde sacó sus obras posteriores, hasta los años noventa. Como las épocas de la historia, las de su vida fueron una sucesión de brincos seguidos de playas pacíficas. Los brincos se reflejan en escritos de combate; las playas, o mejor dicho los jardines, en poesías líricas.

Por lo anterior, El laberinto de la soledad merece examinarse más de cerca, y para empezar a hacerlo hay que darle su verdadera importancia a la cita de Antonio Machado que el autor le puso de epígrafe, no de simple adorno:

Lo otro no existe: tal es la fe racional, la incurable creencia de la razón humana. Identidad-realidad, como si, a fin de cuentas, todo hubiera de ser, absoluta y necesariamente, uno y lo mismo. Pero lo otro no se deja eliminar; subsiste, persiste; es el hueso duro de roer en que la razón se deja los dientes. Abel Martín, con fe poética, no menos humana que la fe racional, creía en lo otro, en la esencial heterogeneidad del ser, como si dijéramos en la incurable otredad que padece lo uno.

Esta declaración de fe, tomada de boca de un personaje literario que era portavoz de Machado, en un libro difícil y no tan leído como sus poesías, iba a dar un eco universal a la ética del “poeta filósofo”, el discreto maestro del colegio de Soria (no tan desconocido puesto que la Hispanic Society, de Nueva York, lo hizo miembro de aquella lejana academia). Pudo agregar el joven Octavio esta otra cita de don Antonio: “¿Tu verdad? No. La verdad; la tuya guárdatela”. Tales aforismos (que como los de Nietzsche pueden aparecer contradictorios en algunos casos) de tanta fuerza en el contexto de la Guerra Civil española, a posteriori cobran un extraordinario relieve. Al recoger esta cita de la sabiduría de Abel Martín Machado, y aplicarla a la visión de las culturas del México prehispánico, Octavio Paz le dio una difusión universal, mediante las reimpresiones y las traducciones de El laberinto… y sus prefacios a exposiciones de arte precolombino en París y en Madrid; lo cual despertó, desde hace ya varios decenios, un derroche de identidad y otredad en las publicaciones y reuniones de antropología e, incluso, de crítica literaria. La “soledad”, como concepto vulgarizado, ha sido la zancadilla de los campos de deportación; la “otredad” ha prosperado con la inmigración y se ha convertido en una filosofía de displaced persons. Me refiero, claro está, a la divulgación de la palabra, como reflejo de tragedias colectivas. Debe quedar claro que, como concepto filosófico, el otro en nuestro siglo ha sido objeto de especulaciones y controversias en la filosofía alemana, con Dilthey, Max Scheler y, sobre todo, Karl Jaspers. La otredad está estrechamente relacionada con el encuentro y la intersubjetividad. Para Unamuno, el otro era mera invención del yo. Opuesta fue la teoría del Mitsein de Heidegger, para quien el yo no existiría sin los otros (Mitdasein, o presencia compartida: coexistencia), como ya hemos apuntado. En los años de París de Octavio Paz, Sartre y Merleau Ponty, Gabriel Marcel y casi todos, disputaban de être pour soi y être pour autrui; cundió un aforismo de Sartre: “El Infierno son los otros” (“L’Enfer c’est les autres!”)

Entre filósofos hispánicos quien más profundizó en este tema fue el recordado Aranguren, el cual elaboró una ética social de la alteridad que abarca los planos individual, social y político (véase las Obras completas en seis volúmenes de José Luis López Aranguren, que publicó la editorial Trotta, a partir de 1994). Posteriormente, el doctor Laín Entralgo publicó un extenso trabajo en el que repasó los diferentes aspectos del tema y de la historia de su evolución en la filosofía moderna, Teoría y realidad del Otro (Madrid, 1961). El lector curioso podrá remitirse a estos libros y a los insustituibles ensayos de historia de la filosofía que nos brindó José Ferrater Mora, filósofo catalán de los Estados Unidos.

Hoy en día, la retórica de la otredad aplicada a las civilizaciones amerindias, como lo hizo primero Octavio Paz, me parece como el reverso del sueño exótico del siglo XVIII, que estudiara Gilbert Chinard (véase sus hermosas disertaciones sobre L’Amérique et le rêve exotique dans la littérature française au XVII et au XVIII siècle [París, 1913], que es, por otro nombre, l’Orient littéraire (el Oriente literario), concepto que curiosamente abarca al Occidente americano. Por algo Octavio Paz escribió: “Los remordimientos de Occidente se llaman antropología”, una idea que expresó también hace unos años su amigo Claude Lévi-Strauss: “L’anthropologie est la mauvaise conscience des nations colonisatices”. (Cito de memoria, por tradición oral, seguro de que no traiciono la intención del autor.)

Con todo, se ha desarrollado en México una versión latinoamericana sui generis de la filosofía de la otredad, la de Enrique Dussel, quien intentó fundamentar una ética de la liberación en este concepto. Entre la otredad de Paz y la de Dussel media tanta distancia como entre la enajenación de Hegel y la de Marx. Pero en el caso particular de Octavio Paz (anterior al boom de la otredad, derivado, en los años ochenta, de sus propios escritos) fue algo existencial: fue su experiencia de niño mexicano transterrado de un día a otro, de Mixcoac a una primaria de Los Ángeles; experiencia revivida, ya siendo adulto, en mejores condiciones. Enrique Krauze escribió que Octavio “es el secreto personaje de El laberinto de la soledad, autobiografía tácita, laberinto de su soledad”.[2]

De su segundo descubrimiento de los Estados Unidos y de la minoría chicana de California nació el primer ensayo de El laberinto… En aquel momento se instala en su obra la idea central y permanente de que la humanidad es de índole irreductiblemente plural, un adjetivo que Octavio Paz va a sustantivar más tarde como título de su revista, Plural. La pluralidad corre pareja con la libertad individual, la democracia que la garantiza y, sobre todo, la tolerancia que la respeta. Las circunstancias en las que desapareció esta prestigiosa revista son la prueba a contrario de lo que acabo de asentar.

Los ocho ensayos que integran El laberinto…, y un apéndice final, en apariencia no ofrecen ninguna homogeneidad; cada uno se refiere a un tema distinto que no delata el título correspondiente: la emigración al norte, las máscaras del folclor indio y mestizo, el Día de Muertos, la microsociedad intelectual mexicana, la Conquista española y la Nueva España, los avatares del México independiente, la Revolución mexicana… Quien quiera bucear en este conglomerado verá aparecer la huella de Freud, de Ortega, de Nietzsche, de Durkheim, de Cassirer… El propio Octavio Paz lo reconocerá más tarde. En esta misma línea escribiría Lévi-Strauss La voie des masques (“La vía de las máscaras”, Skira, Ginebra, 1975), libro inspirado por los indios kwakiutl de la Colombia británica, que es como el paso a la teoría de un trabajo etnográfico, pionero, el de Marcel Griaule, dedicado a máscaras africanas (Masques Dogon, Institut d’Ethnologie, París, 1938). La fiesta popular es el lugar de “la participación”, tal como la definió Durkheim, iniciador de la etnología moderna, la que refleja el tomo VII de la Encyclopédie française, dedicado a Les races humaines, obra colectiva de 1937. No parece que Octavio Paz haya sido influido por los trabajos fundamentales de Evans Pritchard, ni de Malinovski. En cambio, la mentalidad primitiva, los mitos y las máscaras, son el arsenal intelectual de la etnología francesa de la primera mitad del sigo XX, cuyo laboratorio fue el Institut d’Ethnologie de París, instalado por Paul Rivet en el Musée de l’Homme, cúspide del cerro del Trocadero.

Lo que no mencionó Octavio Paz, y que yo percibo, sin poder puntualizarlo de momento, es una secreta afinidad a la vez con D. H. Lawrence y con Antonin Artaud, en su búsqueda de algo oculto y sagrado, enterrado, que sería propio de México. El laberinto… fue un intento desmitificador, una hazaña nietzscheana para “disolver los ídolos”, en los términos del autor. El libro se termina con una meditación sobre la soledadconsiderada por Paz como “el fondo último de la condición humana”, en lo cual coincide aparentemenete con Sartre, quien escribió (poco antes, en su ensayo sobre Baudelaire): “La ley de la soledad […] podría expresarse de esta manera: ningún hombre puede descargarse en otros hombres del cuidado de justificar su existencia”,[3] si bien Paz no hizo énfasis en la responsabilidad personal.

Engastada en la disertación de Paz sobre la soledad, hay otra sobre el amor, que es el embrión de La llama doble. Amor y erotismo. Pero no es ningún paréntesis porque el amor es lo que permite escapar de la soledad. No es la única manera; la otra es la imaginación creadora de mitos. Los héroes inventados por el niño (el niño Octavio en su jardín de Mixcoac) también son mitos.

El tiempo del Mito, como el de la fiesta religiosa, o el de los cuentos infantiles, no tiene fechas […] por virtud del rito, que realiza y reproduce el relato mítico, de la poesía y del cuento de hadas, el hombre accede a un mundo en donde los contrarios se funden. (Acude el autor a Bergson para definir el “presente continuo” del universo mítico.) Cada poema que leemos es una recreación, quiero decir, una ceremonia ritual, una fiesta […] Y así, el Mito —disfrazado, oculto, escondido— reaparece en casi todos los actos de nuestra vida e interviene decisivamente en nuestra Historia: nos abre las puertas de la comunión […] El hombre contemporáneo ha racionalizado los mitos, pero no ha podido destruirlos.[4]

No viene al caso adentrarnos aquí en un debate, que sería prolijo, sobre la índole de los mitos. A Georges Dumézil Paz le quedó a deber el paso “de lo invisible a lo visible de la historia” (véase G. Dumézil, Del mito a la novela [Du mythe au roman, PUF, París, 1970]), advirtiendo que esta idea aparece mucho antes en los primeros trabajos que Dumézil ya había dedicado a los indoeuropeos. No cabe duda de que la perspectiva más novedosa (al menos cronológicamente) de enfocar los mitos fue la psicoanalítica, derivada de Freud; al respecto, es ejemplar un libro del vienés Paul Diel, radicado en París, Le symbolisme dans la mythologie grecque (Payot, París, 1980). La otra perspectiva es la estructuralista, representada notablemente por la tetralogía de Lévi-Strauss, Les mythologiques (cuatro tomos, 1964-1972). (Al respecto, tengo guardada en mi archivo de París una carta que me escribió Lacan sobre L’homme nu, que no viene al caso aquí, si bien expresa su admiración por los enfoques de Lévi-Strauss.) Otra vía es la funcionalista, vía explorada a fondo por Dumézil, una de las mentes más lúcidas de nuestro tiempo, frente a la historia de las culturas, que no se debe confundir con la Kulturlehre. La visión prístina de los mitos de Octavio Paz le vino con mayor seguridad del ensayo de Roger Caillois, Le mythe et l’homme (1938), obra que ponderó con entusiasmo en una conferencia dictada en Oaxaca, ya en 1942;[5] hay que fijarse bien que eso ocurrió cuatro años antes de su primera temporada en París, cuando llegó a conocer a Caillois. Octavio Paz se lanzó a estudiar los mitos, si bien sesgadamente, no como mitólogo. Hizo una extrapolación de la soledad individual con la soledad social y hasta internacional. El siguiente es un pasaje capital que aclara su pensamiento posterior:

Toda sociedad moribunda o en trance de esterilidad tiende a salvarse creando un mito de redención, que es también un mito de fertilidad, de creación. Soledad y pecado se resuelven en comunión y fertilidad […] La sociedad que vivimos ahora también ha engendrado su mito. La esterilidad del mundo burgués desemboca en el suicidio o en una nueva forma de participación creadora. Tal es, para decirlo con la frase de Ortega y Gasset, “el tema de nuestro tiempo”: la sustancia de nuestros sueños y el sentido de nuestros actos. Pero este despierto pensamiento nos ha llevado por los corredores de una sinuosa pesadilla, en donde los espejos de la razón multiplican las cámaras de tortura. Al salir, acaso, descubriremos que habíamos soñado con los ojos abiertos y que los sueños de la razón son atroces.[6]

Este diagnóstico de la crisis de la sociedad burguesa moderna y la pesadilla de las “prisiones dialécticas” (pensaría principalmente en el estalinismo, pero hay un largo etcétera…) es reflejo de una experiencia, primero, y de buenas y variadas lecturas, después. Aparte de los autores citados, Octavio Paz confesó otras fuentes en su Vuelta a El laberinto de la soledad,de 1975. En un texto, Conversación con Claude Fell, que se prestaba a la confidencia, surgen sin sorpresa: Freud, Marx, Dilthey, Unamuno, Américo Castro, Marcel Mauss, así como sus coetáneos: hombres tan diversos como Roger Caillois y Georges Bataille. No menciona al antepasado común, Lévy Brühl, que puso en evidencia la importancia de lo sagrado en las culturas y era la figura tutelar del Collège de Sociologie, del que Caillois fue el alma. Recuerdo que cuando (en los primeros años de la década de los cincuenta) estudié etnología (lo que ahora se llama con un anglicismo antropología física y social), los autores fundamentales eran Lévy Brühl, Durkheim, Leenhardt (pastor protestante y etnólogo oceanista, autor de Do Kamo. La personne et le mythe dans le monde mélanésien, París, 1937), el abate Breuil (prehistoria), Meillet (etnolingüística, si bien no se había inventado la palabra) y Mauss (autor de Essai sur le don, de 1925). Estos mismos autores fueron los que, dadas su amistades, leyó entonces Octavio Paz en París. Lo que no se puede silenciar ahora es su vuelta a la obra de Samuel Ramos que, según lo reconoce, fue su punto de partida y su principal antecedente. (El ingeniero Ramos, hijo del anterior, con quien tuve la oportunidad de platicar en aquellos años, no consideraba que hubiera competencia entre el libro de Octavio Paz y el de su difunto padre, sino continuidad y complemento.) En El laberinto… Paz escribió:

Creía, como Samuel Ramos, que el sentimiento de inferioridad influye en nuestra predilección por el análisis y que la escasez de nuestras creaciones se explica […] por una instintiva desconfianza acerca de nuestras capacidades […] Basta con que cualquiera cruce la frontera (con los Estados Unidos) para que, oscuramente, se haga las mismas preguntas que se hizo Samuel Ramos en El perfil del hombre y la cultura en México (de 1934)[7] […] continúa siendo el único punto de partida que tenemos para conocernos.[8]

Pero en la Conversación…, un cuarto de siglo más tarde, se distanció: “Las observaciones de Ramos fueron sobre todo de orden psicológico […] Su explicación no era enteramente falsa pero era limitada y terriblemente dependiente de los modelos psicológicos de Adler”.[9]

Es algo injusto con Vasconcelos pasarlo por alto, pues tanto su Ulises criollo, de 1935, como su Raza cósmica, de 1925, fueron obras visionarias, comparables en cierta medida a las de Spengler o Toynbee, desde luego con las salvedades que supone.

Octavio Paz también confesó, tardíamente, su deuda con el Nietzsche de la Genealogía de la moral, obra que prolonga Más allá del bien y del mal (1886); se debe recordar que en la inmediata posguerra Nietzsche fue un autor sospechoso, debido al uso abusivo (verdadera traición) que habían hecho los nazis de algunos textos suyos tomados al pie de la letra; igual que Wagner, Nietzsche se veía como figura emblemática de una Germania nostálgica de sus dioses o presa de sus delirios imperialistas y exterminadores. Octavio Paz no podía citar a Nietzsche en 1949 sin riesgo de despertar sospechas y rencores. Con todo, es importante recordar que en aquellos años en que Alemania se convirtió en un campo de ruinas, a raíz de la derrota de los ejércitos de su Führer, el prestigio intelectual del mundo germánico seguía en el cenit. Para ahorrarnos una lista innumerable de arquitectos, químicos, estrategas, sociólogos, economistas, filológos, arqueólogos, antropólogos, músicos y poetas, así como la Bauhaus y la Escuela de Marburgo, la Escuela de Viena y la de Frankfurt, o los festivales de Bayreuth y de Salzburgo, que no vienen al caso, recordemos sólo a las tres figuras emblemáticas de la modernidad: Einstein, Marx y Freud, pertenecieron a la koiné germánica; si bien es cierto que los tres fueron judíos, por lo cual, excluidos de la nacionalidad alemana por el Estado nacional-socialista (abreviado: nazi). Marx, antes que Nietzsche, renegó de “la ideología alemana”, de la que, mal que le pese, fue heredero directo. Paz —heredero tardío e indirecto— contribuyó a revivir la poética de los románticos alemanes.

No obstante Octavio Paz, en su Vuelta a El laberinto de la soledad, pasó por alto una circunstancia que por cotidiana le parecería intrascendente. A vuelta de página de El laberinto… el autor escribió: “Manuel Cabrera me hace observar que la actitud española refleja una concepción histórica y moral del pecado original”. ¿Quién se acuerda hoy, fuera de sus familiares, de Manuel Cabrera? Fue compañero de estudio de Octavio Paz en la Prepa (ex Colegio de San Ildefonso). Para situarlo, será suficiente recordar que la edición de su tesis doctoral fue prologada por José Gaos y que en su primer cargo como maestro de filosofía fue inmediato sucesor de María Zambrano. Cuando el presidente Alemán concluyó la negociación para edificar una Maison du Mexique en la Ciudad Universitaria Internacional de París, en los primeros años de la década de los cincuenta (no puedo afirmar si se terminó la obra en 1953 o en 1954; sí vi surgir del suelo el edificio), el embajador Torres Bodet llamó a Manuel Cabrera como primer director de esta institución. Éste creó un embrión de biblioteca que reflejaba su propia formación: filosofía y antropología, principalmente, pero en especial filosofía alemana y etnología francesa. Manuel Cabrera era un hombre discreto y encantador (acabó su carrera diplomática en calidad de embajador en Viena). Fue mi primer amigo mexicano y cotejamos juntos pasajes de la edición original de Sein und Zeit (El ser y el tiempo) con una traducción francesa y la versión española, reciente entonces, de José Gaos. (¡La verdad es que la filosofía alemana es casi intraducible a otros idiomas!) Ahora bien, en aquellos años Octavio Paz solía ir una o dos veces a la semana a pedir libros prestados de la biblioteca de la Casa de México y los traía a su despacho de la embajada, situada en la Rive Droite, muy alejada de “la Cité”. (Esta información postrera me la brindó hace poco Porfirio Muñoz Ledo, quien en aquellos años fue agregado cultural de la embajada de México en París.) Manuel Cabrera regresó a México, donde permaneció poco tiempo, en 1952, como lo señaló Alfonso Reyes a Octavio Paz (Correspondencia…, carta 53, 7 de marzo de 1952, p. 171). A partir de estos datos, no creo arriesgarme mucho al suponer que Octavio Paz le prestó a su compañero de filosofía y letras el manuscrito de El laberinto…, pidiéndole sus observaciones, esto es, sugerencias y enmiendas, para quitarle las naïvetés (la palabra es del propio Octavio Paz) a la primera edición, la de 1950, de Cuadernos Americanos, en vista de una segunda, la de 1959, por el Fondo de Cultura Económica.

Aquí tocamos otro principio de explicación de El laberinto…: un libro como éste, que define la filosofía de la vida del autor, su visión del pasado histórico y del tiempo presente, de la patria y de la humanidad, fue producto de un clima intelectual. Precisamente fue efecto conjugado de la circunstancia parisina y la mexicana. A París se debe la casuística de la soledad, la elaboración intelectual; a México, la polémica entre nacionalistas y cosmopolitas, y el resorte emocional. Digamos, para simplificar, que los primeros estaban representados notoriamente por Vasconcelos y Héctor Pérez Martínez, y los últimos por Villaurrutia y Alfonso Reyes. Merece la pena citar lo que Octavio Paz escribió al maestro, después de enviar el manuscrito de El laberinto… a Jesús Silva Herzog, como para prevenir, entre amigos, las previsibles críticas del bando opuesto (don Jesús, además de un espíritu abierto a la cultura universal, era un hombre bondadoso; no abrigo la menor duda de que habría protegido a toda costa a “su autor”). El joven Octavio Paz se desahogó en estos términos:

No faltará quien enseñe “el fatigado diente” y que lo acuse [a El laberinto…] de dar la espalda a México. Además de que se trata de gente que no lo ha leído, le confieso que el tema de México —así, impuesto por decreto de cualquier imbécil convertido en oráculo de la “circunstancia” y el “compromiso”— empieza a cargarme. Y si yo mismo incurrí en un libro fue para liberarme de esta enfermedad […] Temo que para algunos ser mexicano consiste en algo tan exclusivo que nos niega la posibilidad de ser hombres a secas.[10]

El lector sacará provecho de las notas de Anthony Stanton que acompañan y recuerdan la polémica de 1932 en que se denunció el “descastamiento” y el “desarraigo” de los Contemporáneos, de los que Alfonso Reyes era la figura prominente.

El laberinto…, por otra parte, fue esencialmente la expresión de un itinerario intelectual que era a su vez consecuencia de un itinerario geográfico: México, Valencia, Madrid, París, México, Los Ángeles, Nueva York, México, París. El propio Octavio Paz, en un escrito que encabeza el volumen 9 de sus Obras completas(1995), resumió esta trayectoria (lo cual nos ahorra algún esfuerzo o, mejor dicho, confirma la legitimidad de nuestra forma de enfocar la obra) con este apropiado título: Itinerario.Paz vuelve con mirada crítica sobre sus autores predilectos de la época de El laberinto…:

Fui un lector ferviente de Ortega y Gasset […] la filosofía alemana, salvo la de Schopenhauer y la de Nietzsche, huele a encierro de claustro universitario; las de Ortega y Sartre al aire de la calle, los cafés y las mesas de redacción de los diarios. En Ortega la influencia alemana fue más directa y, al mismo tiempo, menos avasalladora.[11]

Paz bosquejó el teatro literario-político del París de aquellos años en un capítulo excelente que no puedo citar in extenso. Veamos una simple muestra:

La mirada más clara y penetrante era Raymond Aron, poco leído entonces […] Aún muy joven, Albert Camus reunía en su figura y en su prosa dos prestigios opuestos: la rebeldía y la sobriedad del clasicismo francés […] Pero los más apreciados, leídos y festejados, eran Sartre y su grupo […] Desde el principio me sentí lejos de Sartre […] Las razones de mi distancia fueron poéticas, filosóficas y políticas.[12]

La razón principal de la toma de distancia de Paz respecto de Sartre fue que el poeta mexicano (en aquellos años parisinos) se esforzó por ser un nuevo Baudelaire, miméticamente y con plena conciencia, imitándolo en su destino solitario (“un ser de soledad”), en su escritura poética y su mirada artística. Ahora bien, Sartre, en el ensayo que dedicó a Baudelaire, llegó a preguntarse si el poeta maldito no había “merecido su destino”, comparándolo con el homunculus del Segundo Fausto (!) Como muestra de lo que he aducido antes, veamos cómo analizó la personalidad del autor de Les fleurs du mal:

La actitud original de Baudelaire es la de un hombre inclinado. Inclinado sobre sí, como Narciso […] Para nosotros, basta ver el árbol o la casa; totalmente absorbidos en su contemplación, nos olvidamos de nosotros mismos. Baudelaire es el hombre que jamás se olvida. Se mira ver; mira para verse mirar; contempla su conciencia del árbol.[13]

El poeta del “árbol adentro” (obra muy posterior) sentiría como blasfemia este retrato y se daría por aludido a través de su modelo. ¿Esta razón poética de distanciarse de Sartre sería de más peso aun que las razones políticas?

El clima tenso, ideológicamente, de aquellos años, es algo difícil de entender, incluso para un lector francés de hoy que no vivió la atmósfera de la inmediata posguerra. Francia y toda Europa estaban en ruinas; en el París de entonces apenas había calefacción en invierno y muchos seguimos sin comer con suficiencia durante algún tiempo después, como lo consignó Juan José Arreola en sus conmovedoras, en ciertos momentos terribles, memorias de octogenario (El último juglar, Diana, México, 1998). En los cincuenta ya había mejorado la situación económica. Un gran reclamo publicitario era: “Comme avant guerre”, pero nadie se lo creía. Además de algunas carencias subsistentes había demasiadas tumbas selladas y muchas llagas abiertas. Hubo un clima de gran esperanza, es cierto, el que refleja, por ejemplo, la revista católica-progresista Esprit(fundada por Emmanuel Mounier) y los Cahiers du Sud, de Michel Ballard, golondrina venida del Mediterráneo, resucitada en el cielo de las letras y las artes. Decenios más tarde Octavio Paz recibiría un reconocimiento de esta informal academia marsellesa. El laberinto…, en gestación desde 1944, fue escrito entre 1946 y 1949; por consiguiente (como ya lo hemos puntualizado) la obra histórica, política y de las ideas de Octavio Paz, en general, nació de aquella “circunstancia” de la posguerra en París, para expresarlo con un concepto acuñado por Ortega y Gasset.

En el París de 1946 a 1950, desde su revista-fortaleza Les Temps Modernes, Sartre organizó el terrorismo intelectual; Aron inventó, a modo de réplica, la expresión paródica: “el opio de los intelectuales”. En las columnas del diario Combat, Albert Camus y Claude Bourdet fulminaban con sus protestas. (¡El último llegó a devolver al presidente de la República sus condecoraciones de guerra!) La declarada admiración de Paz por Camus haría de él, naturalmente, un adversario de Sartre en la polémica que opuso a los dos hombres. Cuánto me ha fastidiado ver en un programa de televisión referirse a Albert Camus como a “un escritor existencialista”; las palabras se usan sin ton ni son: todos los que no fuimos marxistas fuimos existencialistas, lato sensu (hubo un existencialismo progresista, un existencialismo cristiano, etc.), pero Camus jamás perteneció a una escuela filosófica, menos aún a una secta intolerante. Por cierto, había otras revistas, más técnicas, como La Tribune des Peuples, en la que disertaban sabios como Alfred Sauvy sobre el mejor modelo de desarrollo; en ésta colaboraban socialdemócratas como Clement Atlee y Milovan Djilas, el hereje del modelo yugoslavo de autogestión. (Tito le formó un proceso de cariz estaliniano para eliminarlo de la vida política.) Nadie cuestionaba el principio de la planificación estatal de la economía, cuyo modelo teórico fue el plan quinquenal soviético; en ese sentido, la Francia de la Cuarta República estaba más cerca del cardenismo que del alemanismo mexicano.

Y en medio de estas disputas de ideas y combates de jefes, surgió “l’affaire David Rousset” (Octavio Paz lo recordó expresamente). Rousset era un superviviente de los campos de concentración nazis y autor de libros testimoniales: L’univers concentrationnaire (“El universo de la deportación”, 1947), seguido por Les jours de notre mort (“Los días de nuestra muerte”, 1948). El mismo Rousset reveló, en un artículo de Le Figaro (diario conservador), la existencia en la Unión Soviética de campos de trabajo forzado para presos políticos por simple decisión administrativa, aduciendo testimonios y documentos oficiales auténticos (como el Código del Trabajo de la URSS). Esto desencadenó una violenta polémica y, como en la época de “l’affaire Dreyfus”, Francia se dividió entre partidarios y adversarios de Rousset. La polémica duró más de un año; hubo un proceso por difamación, interpuesto por el Partido Comunista. Rousset lo ganó. Con todo, la intolerancia de los comunistas (muy poderosos y prestigiosos en aquella época) y sus simpatizantes llegó a su colmo. La campaña contra Rousset fue liderada por Louis Aragon, ex poeta surrealista y miembro del comité central del Partido Comunista Francés, desde la revista de “intelectuales orgánicos”, Les Lettres Françaises, de la que Aragon era director. A pesar del poder del partido para sofocar a los blasfemos, el mito de “la patria del socialismo” (la URSS) y la figura del “padrecito de los pueblos” (el compañero Stalin) salieron agrietados y hasta mancillados, por primera vez en el medio intelectual, pero no tanto como se podría pensar. El “affaire Rousset” fue como un segundo round de la campaña en contra de André Gide (hubo un tercero, con el posterior “affaire Kravchenko”), como consecuencia de la publicación de su alegato Retour de l’URSS, (“De regreso de la URSS”, París, 1937), unos 10 años antes. Otros escritores invitados a la Unión Soviética guardaron un silencio prudente o cómplice, aun liberales como Stephan Zweig o el idealista Romain Rolland (episodio evocado por Jean-Jacques Lafaye, Nostalgias europeas. Una vida de Stefan Zweig, con prefacio de José Luis Aranguren [Juventud, Barcelona, 1995]).

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