jueves, 11 de abril de 2019

Libro: Clases, Estado y nación en el Perú

Julio Cotler

Rama: TEMAS PERUANOS

A partir de 1895 y con el gobierno de Nicolás de Piérola se inició lo que se ha calificado como la "república aristocrática". Desde entonces, hasta 1919, a pesar de persistir y crearse nuevos motivos de disidencia interna en la clase dominante, el grupo que representaba los intereses de los exportadores dirigió la política gubernamental y tuvo la suficiente influencia para hacer del Estado su instrumento político de desarrollo. Es así como a principios de siglo, el sector burgués de la clase dominante fue capaz de desplazar relativamente del poder político a los terratenientes y controlar los recursos económicos y políticos. Pero esta dominación burguesa se fundó en el entroncamiento de la burguesía nativa con las fracciones señoriales, quedando pendiente el problema de la democratización de la sociedad. Por otro lado, el entroncamiento con el capital imperialista hizo imposible su desarrollo como clase "nacional", es decir como clase dirigente de la sociedad.

Al tomar el poder, Nicolás de Piérola tuvo que adaptarse rápi¬damente a las nuevas condiciones económico-sociales por las que atravesaba el país, favoreciendo el desarrollo del capital que debía permitir la recuperación de la producción y la reconstrucción del aparato estatal. En este sentido la acción del pierolismo consistió en modernizar el Estado, a fin de permitir que la emergente burguesía contara con los medios institucionales necesarios para lograr su inserción periférica en el capitalismo internacional. Esto significó, en las condiciones entonces existentes en el país, la reorganización del ejército y la entrega de los recursos públicos a los grupos que controlaban la marcha de la producción. Es así como Piérola buscó erradicar las tendencias centrífugas del ejército, estableciendo sus primeras escuelas profesionales con la asesoría de misiones europeas, en el entendimiento de que ello debía favorecer su profesionalización y subordinación efectiva al gobierno.

En segundo lugar, dictó un conjunto de medidas destinadas a dinamizar la actividad del capital. A pesar de su tajante oposición al Contrato Grace y al parecer por las mismas razones pragmáticas que adujeron los civilistas en el Parlamento, no puso reparos a su continuidad. Equilibró el presupuesto y derogó los derechos de exportación del azúcar y algodón, así como los de importación de bienes de capital e insumos industriales, favoreciendo los intereses de la burguesía.

Una de las medidas económicas más importantes del gobier¬no de Piérola fue la adopción del patrón oro y la paulatina supresión de la libre acuñación de la plata. Pero la paridad monetaria sólo se consiguió en 1901. Esta medida tuvo que ser progresiva por la tenaz resistencia de bancos privados y empresas extranjeras que veían en esta política una pérdida a su sobretasa de beneficio. Para hacerla efectiva, Piérola se vio obligado no sólo a con¬sultar con exportadores y financistas sino también a hacerles en¬trega de las funciones de emisión de moneda y de recaudación de impuestos. Hasta entonces la recaudación tributaria se entregaba en remate a un particular, siguiendo antiguos procedimientos colonia¬les, lo cual constituía una de las prebendas favoritas tanto durante el dominio español como posteriormente durante el período del caudillismo militar. Piérola solicitó a la Cámara de Comercio —heredera del Tribunal del Consulado— la redacción de un proyecto de ley para constituir una empresa recaudadora de impuestos. Fueron los principales miembros de dicha institución quienes fundaron la Sociedad Anónima Recaudadora de Impuestos —que una década después se transformó en la Caja de Depósitos y Consignaciones y que sólo en 1963 sería estatizada dando lugar a la creación del Banco de la Nación—. Esa institución financiera, de carácter privado, se encargó de recaudar los impuestos del Estado, cobrando por ello una comisión. En 1896 y en razón de la creciente importancia de la agricultura, la minería y en menor escala de la industria, Piérola decretó la formación de tres instituciones, desglosadas de la Sociedad de Agricultura y Minería constituida en 1887. Así se originaron las sociedades nacionales de agricultura y minería y de industrias que representaban funcionalmente los intereses de esos sectores económicos ante el Ministerio de Fomento que su gobierno había creado, articulándose los diversos intereses de la burguesía en formación con el Estado.

Piérola, como buen discípulo de Bartolomé Herrera, se consideraba "llamado" a gobernar por las fuerzas divinas; los civilistas, en cambio, sin contar con ese espíritu providencial encontraron en este gobierno el cauce necesario para alcanzar sus aspiraciones hegemónicas. En efecto, gracias al desplazamiento del militarismo y de las medidas de modernización del Estado, los civilistas apoyaron abiertamente a Piérola. De ahí, precisamente, que el gobierno de Piérola fuera perdiendo su calor popular del primer momento. Basadre (1943) diría que "poco a poco vino a crearse una separación entre Estado y pueblo, entre gobierno y nación", y no podía ser de otra manera puesto que el movimiento acaudillado por Piérola tenía una base popular que lo fue abandonando en la medida que su gobierno fue asociándose a los intereses del sector preponderante de la clase propietaria. Además, porque este mismo gobierno fue preparando el traspaso del poder a la nueva burguesía civilista (Basadre, 1965). En ese mismo sentido, Piérola fomentó la desmembración del Par¬tido Demócrata que él había fundado, deparando nuevos motivos de disidencias políticas en el sector dirigente. Es así como a fines de siglo se inició la recomposición del cuadro político dominante, al compás de las transformaciones económico-sociales que venía experimentando el país. Pero juntamente con la recuperación económica de la burgue¬sía y del aparato estatal se fue abriendo paso el capital extranjero que dominó la existencia del país a partir de la primera década del siglo XX, distorsionando los planes originales de los propietarios nativos. Mediando la década del ochenta, el Perú experimentó un rápido proceso de reconstrucción de su devastado aparato pro¬ductivo, gracias a la demanda internacional de azúcar, algodón y plata. Pero, dadas las condiciones de las que salía el país, sólo el capital extranjero podía proveer los recursos necesarios para emprender dicha reconstrucción. En efecto, la guerra con Chile había destruido la economía nacional; haciendas y minas estaban abandonadas y sus propietarios se encontraban fuertemente en¬deudados con los habüitadores extranjeros. Por último, las más importantes fuentes de producción habían sido entregadas a la Peruvian Corporation mediante el Contrato Grace. Este hecho fue decisivo para definir el tipo de articulación neocolonial que se estableció a partir de entonces entre el Perú y las economías capitalistas, en plena expansión y concentración monopólica. En efecto, la profunda escasez de recursos econó¬micos de los propietarios y del Estado, favoreció que la burguesía comercial y sus representantes en el aparato estatal buscaran la solución a sus problemas en el aporte del capital extranjero. Esta decisión fue definitiva para impedir la constitución de una burguesía capaz de controlar la producción y de un Estado con capacidad de reconocer y defender los intereses nacionales.

Es así como las firmas extranjeras que comerciaban las exportaciones adelantaron los capitales necesarios a los propietarios, que pasaron a ser sus dependientes, al mismo tiempo que comenzaban a participar directamente en la producción de materias primas. Si bien desde los años sesenta se comenzó a ver el traspaso de propiedades agrícolas a compañías extranjeras, este proceso se aceleró después de la crisis económica de los setenta, reiniciándose en forma intensa a comienzos del siglo. Al mismo tiempo, se establecieron filiales de casas comerciales y bancarias extranjeras: Grace, Milne, Duncan Fox, Graham & Rowe, así como el Banco del Perú y Londres, Italiano, Alemán Transatlántico, Mercantil; y se formaron bancos y compañías de seguros con participación mixta. encargados de financiar la producción y la comercialización de las exportaciones. Pero el capital extranjero incorporado al país durante los últimos años del siglo XIX mantenía un interés primordial en la comercialización de la producción; permitiendo un margen de movimiento autónomo al capital nacional. De allí que se observara el inicio de un lento proceso de industrialización, caracterizado por su articulación con la producción dedicada a la exportación. Después de un período de auge de la exportación de la plata, en la década del ochenta, ésta declinó violentamente por la depreciación que sufrió en el mercado internacional a causa del cambio universal de la paridad monetaria con el oro. El excedente acu¬mulado por los mineros, azucareros y algodoneros, así como por los inmigrantes dedicados al comercio, se trasladó a la industria de tejidos y alimentos, y a la producción de fundiciones destinadas a fábricas, ingenios azucareros y plantas de procesamiento (Bo¬llinger, 1970; Bertram, 1974). Varios factores se conjugaron para hacer factible el desarrollo de la manufactura durante la última década del siglo XIX y la primera del XX (Thorp y Bertram, 1974).

La caída de los precios internacionales de la plata significó que la tasa de cambio de la libra peruana, basada en la paridad con ese metal, sufriera una fuerte devaluación, con el consiguiente aumento general de los precios y del costo de la vida. Todo esto debido a que los bienes consumidos por la población urbana eran importados, mientras que los salarios y rentas de los terratenientes perdían su capacidad adquisitiva al mantenerse inalterados. Además, los gobiernos que se sucedieron, desde Cáceres hasta Piérola inclusive, por estrictas razones fiscales, mantuvieron altos derechos de importación, lo que dio lugar a una coyuntura favorable para la producción manufacturera, en vista de que, [...] la industria fue provista de un margen creciente de protección y de un margen igualmente creciente de ingreso sobre costos (Thorp y Bertram, 1974: 7). De allí que mientras en 1890 la producción local significaba menos del 10% del consumo de tejidos de algodón, quince años más tarde dicha proporción se elevó a cerca de la tercera parte del consumo total, al mismo tiempo que la producción absoluta se ha¬bía duplicado. En las dos primeras décadas del siglo XX, la expansión de la capacidad instalada en la industria textil creció en 140%. La industrialización en curso significó un crecimiento significativo de la población asalariada. Capello (1974; 67) estima que, en 1900, Lima contaba con 100 000 habitantes, de los cuales 6000 eran obreros y 16 000 artesanos.1

Sin embargo, este proceso de industrialización, contemporáneo al que se iniciaba en otros países de la región, no se sostuvo con la misma intensidad después de la primera década del siglo. En ello tuvo fundamental importancia la creciente penetración del capital extranjero, en su fase imperialista. En ésta coyuntura, en la que aún se percibía la existencia de diversas alternativas político-económicas, se abrió una polémica en el seno de la burguesía referente a la política económica que debía imponer el Estado. El debate, con diferentes matices, se centraba alrededor de la conveniencia de establecer protección arancelaria a la producción interna, y al papel que debía adjudicarse al capital extranjero en el desarrollo nacional. Durante el siglo XX autores como Copello y Petriconi (1971) se habían adelantado en solicitar protección estatal para los productores nacionales, lo que debería permitir un desarrollo capitalista autónomo. En 1900, Felipe Barreda y Osma, en el mismo sentido, propuso elevar la tasa arancelaria a fin de proteger la industria y permitir la acumulación de riqueza. Esta protección no sólo aseguraría trabajo estable a la población sino que permitiría al gobierno, además de incrementar sus ingresos mediante impuestos aduaneros o al consumo, establecer la infraestructura económica del país.

El mismo autor estima que al finalizar la primera década del siglo existían alrededor de 100 000 asalariados en el país, repartidos de la siguiente manera: 21000 en las plantaciones de azúcar; 10 000 en las de arroz: alrededor de 10 000 en las de algodón; y 20 000 en la minería. En la industria manufacturera la cifra no debía pasar de 10000 personas. Es decir, lo que se podría considerar como clase obrera en aquel entonces representaba aproximada¬mente el 3.5 por ciento de la población total del país y el 6 por ciento de la "población económicamente activa". Estas cifras, por lo demás tentativas, se ofrecen para sugerir la magnitud probable de ese sector de la clase popular y el grado de avance del capitalismo. La misma expresión de asalariados debe ser tomada con cuidado ya que en buena parte los obreros agrícolas y mineros eran temporales y estaban sometidos a la práctica del "enganche".

Contrarios a esta posición, Garland (1896, 1900) y Gubbins (1899) argumentaban en favor del desarrollo de las actividades en las que el país gozaba de "ventajas comparativas" en el comercio internacional. Garland advertía que el país se encontraba en un pavoroso estado de abandono que comprometía la vida nacional y la existencia estatal. A fin de resolver esta crisis proponía ampliar el comercio internacional expandiendo las exportaciones agríco¬las y mineras, cuyos beneficios deberían servir de incentivo para que capitales e inmigrantes vinieran a establecerse en el país. Lo que en primer lugar contribuiría a atraer a nuestro suelo a los hombres y a los capitales, es el comercio que nace del transporte de los productos brutos de nuestro suelo en cambio del producto manufacturado de la Europa fabril; y en segundo lugar, la explotaión de los productos agrícolas y mineros. El aliciente para estos capitales y esos hombres, son las ganancias que puede dejarles el comercio internacional, alimentado por nuestra agricultura y nuestra minería; pero no por cierto, el establecimiento de industrias radicadas en. nuestro territorio con mercados de consumo raquíticos (Garland, 1896: 33). A este clásico planteo, el autor agregaba medidas que resulta¬ban insólitas. En primer lugar, subrayaba la necesidad de subdi-vídir la propiedad de la tierra, no sólo como medio de redistribuir la riqueza y ampliar el mercado interno sino también para incre¬mentar el número de nacionales. Sólo por este medio el campesi¬nado se haría peruano, interesándose en su desarrollo y defensa.

El mismo autor consideraba indispensable la expansión de las funciones estatales para controlar el capital extranjero y las atribuciones públicas del capital nacional. Así, en cuanto a lo primero, solicitaba la reducción, de fletes de los minerales de exportación transportados por la Peruvian Corporation y la constitución de una empresa nacional de transportes marítimos a fin de ahorrar el pago por ese concepto a empresas extranjeras. En cuanto al capital peruano, propuso la estatización de la empresa privada encargada de recaudar los impuestos, función por la que el gobierno pagaba al¬rededor del 30%. Por otro lado, Gubbins reiteraba la necesidad de que el Perú utilizara sus recursos más abundantes, que eran los que más ventajas le ofrecían en el comercio internacional, es de¬cir las industrias extractivas. Sin embargo, el autor es sumamente crítico al papel de las inversiones extranjeras que ya daban mues¬tras de constituir los centros dominantes de la economía.

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