jueves, 21 de febrero de 2019

Las Poéticas de Joyce

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I. EL PRIMER JOYCE

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Steeled in the school of the old Aquinas.

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James Joyce, The Holy Office

 

como Joyce ha hecho hablar tanto de poética y de estética a sus propios personajes. Legiones de comentadores han discutido las ideas de filosofía del arte que Stephen Dedalus expresa a partir de las proposiciones tomistas sobre la belleza, y otros muchos han sacado de estas ideas sistematizaciones personales y visiones generales de lo artístico. Y más allá de las afirmaciones de los personajes, en la obra de Joyce, sobre todo en una novela como el Ulysses, los problemas de estructura emergen del contexto con tal violencia que representan un modelo de poética implícita que se afirma en las nervaduras mismas de la obra. El Finnegans Wake, por último, es antes que nada un tratado de poética completo, una definición continua del universo y de la obra como Ersatz del universo. Por eso el lector y el comentador no cesan de sentir la tentación de puntualizar la poética enunciada o sobreentendida por Joyce para aclarar su obra y definir en términos joycianos las soluciones artísticas que Joyce pone en práctica.

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Para ponernos en guardia contra un procedimiento de ese tipo bastaría un hecho evidentísimo: podríamos exponer la poética de Valéry, dé Eliot, de Stravinski, de Rilke o de Pound sin hacer referencia a la obra de estos autores y tanto menos a su biografía; con Joyce, en cambio, para comprender el desarrollo de su poética, es necesario remitirse constantemente a su desarrollo espiritual o, mejor dicho, al desarrollo de ese personaje que vuelve una y otra vez en el curso del inmenso fresco autobiográfico de las varias obras, llámese Stephen Dedalus, Bloom o H. C. Earwicker. Advertimos entonces que la poética de Joyce no sirve como punto de referencia externo a la obra para comprenderla, sino que forma parte de la obra, íntimamente, y la obra misma la aclara y explica en sus varias fases de desarrollo.

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Será necesario preguntarse si no podríamos ver todo el opus joyciano como el desarrollo de una poética, o más bien, como la historia dialéctica de varias poéticas opuestas y complementarias: y, por lo tanto, si no podríamos encontrar expuesta la historia de las poéticas contemporáneas en un juego de oposiciones e implicaciones continuas. En este sentido, la búsqueda de una poética joyciana nos llevaría a volver a considerar los avatares de la cultura moderna en el momento en que se está forjando una concepción operativa del arte y, en ella, una metodología epistemológica en orden a la definición del mundo.

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Sigamos las fases principales de la biografía intelectual de Joyce: desde temprana edad, primero en el internado de Conglowes Wood, luego en el Belvedere College, es educado por los padres jesuitas según las formas del ascetismo loyoliano y de una cultura contrarreformista; en la adolescencia, en parte por impulso de sus maestros, en parte por satisfacer curiosidades personales, aborda, a través del filtro de una escolástica pos-tridentina, el pensamiento de Santo Tomás, y lo convierte, paradójicamente, en su bandera de rebelión. En ese mismo período, hacia sus dieciséis años, el descubrimiento de Ibsen le acaba de revelar nuevos horizontes y una dimensión artística y moral nueva y problemática; algún tiempo después, en el University College, su ortodoxia —minada de antemano en el plano de la sensibilidad— recibe un serio golpe con el descubrimiento de Giordano Bruno. De la misma época de este descubrimiento filosófico es el descubrimiento literario de D’Annunzio (en particular de II Fuoco), mientras que ya desde algún tiempo a esa parte los fermentos del nuevo florecimiento literario y dramático irlandés, aunque no le inspiraran mucha confianza, lo envolvían de sugestiones. Entre los dieciocho y los veinte años, Joyce lee los Poètes Maudits, de Verlaine, y luego Huysmans, Flaubert y sobre todo aquel The Symbolist Movement in Literature de Arthur Symons, que precisamente en aquellos años revelaba al mundo anglosajón las poéticas fin de siècle. En 1903, en París, a los veintiún años, la forma mentís escolástica se refuerza mediante la lectura de Aristóteles {De Anima, Metafísica y Poética) pero, en el mismo período, los diversos encuentros parisinos con la cultura contemporánea estimulan su curiosidad, y la lectura de Les lauriers sont coupés de Dujardin lo introduce a nuevas técnicas narrativas.

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Numerosos son los encuentros intelectuales del joven Joyce (Fogazzaro, Hauptmann, la teosofía…) pero en esos años se concretan en él tres grandes líneas de influencia que encontraremos en toda su obra y en sus concepciones del arte. Por una parte, la influencia filosófica de Santo Tomás, puesta en crisis, aunque no destruida completamente, por las lecturas de Bruno; por otra, con Ibsen, la atención hacia una relación más estrecha entre arte y compromiso moral; y, por último, fragmentaria pero omnipresente, respirada en el aire además de asimilada en los libros, la influencia de las poéticas simbolistas, todas las seducciones del decadentismo, el ideal estético de una vida dedicada al arte y de un arte sustituto de la vida, el acicate, en fin, para resolver los grandes problemas del espíritu en el laboratorio del lenguaje:1

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Estas tres influencias persistirán durante toda la formación sucesiva de Joyce. La mole inmensa de lecturas e intereses cultivada más tarde, su acercamiento a los grandes problemas de la cultura contemporánea, desde la psicología de lo profundo a la física relativista, abrirán su espíritu al descubrimiento de nuevas dimensiones del universo (y en este sentido entrarán a determinar su poética de modo evidente) pero harán mella más sobre su memoria que sobre su forma mentis. Acervo nocional adquirido, este conjunto de nuevos datos se fundirá y se resolverá a la luz de esa herencia cultural y moral tesaurizada en su juventud.

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Cabe preguntarse si también el descubrimiento de Vico, que desempeña un papel fundamental en la formación de su última obra, habrá cambiado a fondo la actitud mental elaborada en los años juveniles. Joyce afronta a Vico en la madurez y lee la Scienza Nuova, con certeza, después de los cuarenta años.2 La interpretación viquiana de la historia le proporciona el armazón del Finnegans Wake, pero en realidad la lección historicista no consigue transformar la actitud cultural de Joyce. Su visión de los ciclos históricos se insertará, más bien, en el marco de una sensibilidad pánica y cabalística, más afín a las influencias renacentistas que a las del historicismo moderno. Experiencia cultural que había que utilizar, Vico no fue un episodio interior, tal como Joyce mismo confesara: «¿Usted cree en la Scienza Nuoval», le preguntan en una entrevista, y él contesta: «no creo en ninguna ciencia, pero cuando leo a Vico siento mi imaginación estimulada, algo que no me ocurre cuando leo a Freud o a Jung» (Ellmann 1959: 814; trad. esp.: 775). Así pues, el historicismo no es para Joyce una conversión, sino simplemente una adquisición cultural entre otras muchas, que viene a chocar y componerse con las demás. A lo largo de la línea trazada por las influencias privilegiadas, se entabla en su obra la batalla de toda una cultura que trata de fundir sus elementos más dispares, resolviendo sobre ese terreno algunos siglos de contrastes.

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De esta manera toda la obra de Joyce se nos ofrece como el terreno de choque y de maduración de una serie de visiones del arte que en ella encuentran su expresión más ejemplar y provocativa.

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Planteada en esa dirección, la búsqueda precisa un hilo conductor, una intención eurística que elida las posibilidades de dispersión proponiendo una línea de investigación, en calidad de hipótesis operativa. Nuestra intención sería reconocer esta línea en la oposición entre una concepción clásica de la forma y la exigencia de una formulación más dúctil y «abierta» de la obra y del mundo, en una dialéctica del orden y de la aventura, en un contraste entre el mundo de las summae medievales y el mundo de la ciencia y de la filosofía contemporáneas.

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La misma estructura mental de Joyce nos autoriza el uso de esta clave dialéctica: en cierto sentido, el alejamiento joyciano de la familiar claridad de la forma mentís escolástica y su elección de un planteamiento más moderno e inquieto se basan precisamente en la revelación bruniana de una dialéctica terrestre de los contrarios y en la aceptación de la coincidentia oppositorum de Nicolás de Cusa. Arte y vida, simbolismo y realismo, mundo clásico y mundo contemporáneo, vida estética y vida cotidiana, Stephen Dedalus y Leopold Bloom, Shem y Shaun, orden y posibilidad, son los términos continuos de una tensión que tiene sus propias raíces en este descubrimiento filosófico. En la obra de Joyce se consuma, en definitiva, la crisis de la escolástica de la alta Edad Media y se fragua el nacimiento de un nuevo cosmos.

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Pero esta dialéctica no se articula con pureza, no tiene la perfección de esas danzas triádicas ideales de las que fantasean filosofías de matriz más optimista. Es como si, mientras la mente de Joyce lleva a término su curva elegante de oposiciones y mediaciones, se agitase en su inconsciente algo parecido a la memoria inexpresada de un trauma ancestral: Joyce parte de la Summa para llegar al Finnegans Wake, parte del cosmos ordenado de la escolástica para conseguir formar en el lenguaje la imagen de un universo en expansión, pero la herencia medieval de donde ha levado anclas ya no lo abandonará en el curso de todas sus vicisitudes. Por debajo del juego de oposiciones y resoluciones en que se compone el choque de sus distintas influencias culturales, en lo profundo, se verifica la oposición más vasta y radical entre el hombre medieval, nostálgico de un mundo definido en el que podía vivir encontrando señales claras de dirección, y el hombre contemporáneo, que advierte la exigencia de fundar un nuevo hábitat, pero sin conseguir encontrar todavía sus reglas estatutarias, mucho más ambiguas y difíciles, con la desazón constante de la nostalgia de una infancia perdida. Como nos gustaría demostrar, en Joyce, la elección definitiva no se produce, y su dialéctica nos brinda más que una mediación, el desarrollo de una polaridad continua y de una tensión nunca aplacada. Esto puede deducirse de muchos aspectos de su obra; nosotros lo deduciremos de su modus operandi. Así pues, el análisis de la poética, o mejor dicho, de las poéticas de James Joyce, tratará de ser el análisis de un momento de transición de la cultura contemporánea.

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El catolicismo de Joyce.

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«Te voy a decir lo que haré y lo que no haré. No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión. Y trataré de expresarme de algún modo en vida y arte, tan libremente como me sea posible, tan plenamente como me sea posible, usando para mi defensa las solas armas que me permito usar: silencio, destierro y astucia.» Con la confesión de Stephen a Cranly,3 el joven Joyce presenta su propio programa de exilio: los supuestos de la tradición irlandesa y de la educación jesuítica pierden su valor de regla creída y observada. El camino que acabará en las últimas páginas del Work in Progress continúa bajo el signo de una absoluta disponibilidad espiritual.

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Sin embargo, abandonada la fe, la obsesión religiosa no abandona a Joyce. Presencias de la pasada ortodoxia emergen una y otra vez en toda su obra en forma de personalísima mitología y de blasfemadores ensañamientos que, a su manera, revelan permanencias afectivas. La crítica ha hablado mucho del «catolicismo» de Joyce. El término es válido, sin duda, para indicar la actitud de quien, habiendo rechazado una sustancia dogmática y habiéndose desarraigado de una experiencia moral determinada, conserva como hábito mental las formas exteriores de un edificio racional y mantiene una disposición instintiva, no pocas veces inconsciente, a la fascinación de las reglas, ritos, imágenes litúrgicas. Se trata evidentemente de una reacción á rebours. Hablar de catolicismo a propósito de Joyce sería un poco como hablar de amor filial a propósito de la relación Edipo-Yocasta; sin embargo, cuando Henry Miller insulta a Joyce como descendiente del erudito medieval que lleva en sí mismo «priest’s blood» y habla de su «hermit’s morality with the onanistic mechanism that such a life comports», capta con paradójica perfidia una huella visible (Miller 1938). Cuando Valery Larbaud observa que el Portrait está más cerca de la casuística jesuítica que del naturalismo francés, no dice nada que el lector corriente no haya advertido ya, puesto que, claramente, en el Portrait se encuentra algo más: la narración articulada según tiempos litúrgicos, el gusto de la oratoria sagrada y de una introspección moral (pensemos en el sermón sobre el infierno y en la confesión) que no son sólo instinto mimético de narrador, sino adhesión total a un clima psicológico. La página, pese a imitar las formas de una actitud rechazada, no logra ser una acusación: está como embebida por el sabor de una adhesión radical, que Joyce manifiesta justamente de la única forma en que le era posible, es decir, adoptando una forma mentís a través de las cadencias de cierto lenguaje. No es una casualidad que Thomas Merton se convierta al catolicismo al leer el Portrait, recorriendo así un camino opuesto al de Stephen, y no porque los caminos del Señor sean infinitos, sino porque los caminos de la sensibilidad joyciana son extraños y contradictorios, y la vena católica sobrevive de ese modo suyo vago y abnorme.

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Buck Mulligan abre el Ulysses con su «Introibo ad altarem Dei» y la terrible Misa Negra se sitúa en el centro de la obra. El éxtasis erótico de Bloom y su lúbrica y platónica seducción de Gerty McDowell sirven de contrapunto a los momentos de la ceremonia eucarística que el reverendo Hugues celebra en la iglesia cercana a la playa. El latín macarrónico que cierra el Stephen Hero, que vuelve en el Portrait y aparece aquí y allá en el Ulysses, no refleja sólo en el plano lingüístico las intemperancias de los vagantes medievales. Como a éstos, que abandonaban una disciplina pero no un acervo cultural y una manera de pensar, a Joyce le queda el sentido de la blasfemia celebrada según un ritual litúrgico.4 «Come up you, fearful jesuit!», le grita Mulligan a Stephen, y más adelante aclara: «Because you have the cursed jesuit strain in you, only it’s injected the wrong way…» (Ulysses: 5 y 10). Y en el Portrait, Cranly le hace notar a Stephen que curiosamente su mente está saturada de la religión en la que afirma no creer. Lo está a tal punto, que la referencia a la liturgia de la Misa se introduce de las maneras más inopinadas en el centro de los retruécanos de que está entretejido el Finnegans Wake:

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Enterellbo add all taller Danis; Per ómnibus secular seekalarum; Meac Coolp; Meas minimas culpads!; Crystal elation! Kyrielle elation!; I belive in Dublin and the Sultán of Turkey; Trink off this scup and be bladdy orafferteed!; Sussumcordials; Grassy ass ago; Eat a missal lest; Bennydick hotfoots onimpudent stayers …

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En éstos, como en otros casos se puede determinar ya sea el puro gusto de la asonancia ya sea la abierta intención parodiadora; pero se trata siempre y simplemente del eco de recuerdos que emergen del subconsciente. Si por éstas y otras alusiones el proceso a las intenciones se hace difícil, más claras y explícitas se presentan las dos superestructuras simbólicas impuestas, tanto al Ulysses como al Finnegans Wake: en el primero, el triángulo Stephen-Bloom-Molly se convierte en la figura de la Trinidad (y sólo entendiéndolo de esta forma adquiere un significado en el tejido de la obra); en el segundo, H. C. Earwicker, el protagonista, adopta el valor simbólico de chivo expiatorio que resume en sí mismo a toda la humanidad (Here Comes Everybody) caída y salvada por medio de una resurrección. Despojada de cualquier naturaleza teológica precisa, comprometida con todos los mitos y todas las religiones, la figura simbólica de H. C. E., en la que se confunden Historia y Humanidad, se sostiene, no obstante, en virtud de su ambiguo referirse a un Cristo deformado e identificado con el fluir mismo de los acontecimientos (cf. Henry Morton Robinson 1959: 195-207). En lo vivo de esta misma evolución cíclica de la historia humana, el autor se siente víctima y logos, in honour bound to the cross of your own cruel-fiction.

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Pero las manifestaciones del catolicismo joyciano no se desarrollan sólo según esta veta. Si aquí aparece esta ostentación casi inconsciente, y sea como fuere, mal tournée, obsesiva, en otros puntos se revela una especie de capacidad mental cuyo valor reside en el plano de la eficacia operativa. Por una parte, una obsesión mítica, por otra, una forma de organizar las ideas. Allí el depósito de los símbolos y de las figuras filtrado y jugado casi en el ámbito de otra fe, aquí el hábito mental al servicio de summulae heterodoxas. Es éste el segundo momento del catolicismo joyciano, y es el momento escolástico-medieval.

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Joyce atribuye a Stephen «una sincera predisposición a favor de todo lo que no fuesen las premisas de la escolástica»;5 y Harry Levin confirma que en un fragmento inédito del Portrait, Joyce confiesa que su fe es escolástica en todo excepto en las premisas. Además, cierta tendencia a la abstracción nos recuerda continuamente que Joyce llega a la estética a través de la teología, lo que le lleva a buscar la sanción de Santo Tomás para su arte y no para su fe. Joyce no deja de ser fiel al sistema ortodoxo aunque haya perdido la fe. Y también en las obras de su madurez, a menudo, da la impresión de seguir siendo un realista en el sentido más medieval de la palabra (1941: 25).

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Esta estructura mental no es sólo del primer Joyce, más próximo a la influencia jesuita, puesto que ese tipo de razonamiento vigilado de continuo por una disciplina silogística sobrevive también en el Ulysses, por lo menos como distintivo del Stephen que se expresa en público o habla consigo mismo. Pensemos en el monólogo del tercer capítulo o en la discusión en la librería. En el Portrait, por último, Stephen al igual que habla en broma en latín macarrónico, se plantea con la máxima seriedad cuestiones como las siguientes: ¿es válido el bautismo por medio del agua mineral?, ¿si robamos una esterlina y logramos hacer una fortuna, estamos obligados luego a devolver la esterlina o toda la fortuna? Y con mayor agudeza problemática: si un hombre, dando hachazos furiosos en un leño, esculpe en él la imagen de una vaca, ¿esta imagen es una obra de arte?, y si no lo es, ¿por qué? Estas preguntas son de la misma familia que las que se planteaban los doctores escolásticos discutiendo las quaestiones quodlibetales (una de las cuales, debida a Santo Tomás, se pregunta si determina con más fuerza la voluntad humana el vino, la mujer o el amor de Dios); y de más patente origen escolástico, no tan emparentada con la casuística contrarreformista como podrían parecer las preguntas precedentes sino rigurosamente, diríamos incluso filológicamente medieval, es, en fin, la cuestión que se plantea Stephen preguntándose si el retrato de Monna Lisa es bueno sólo porque siente el deseo de verlo.

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Tenemos que preguntarnos, entonces, hasta qué punto el escolasticismo del primer Joyce es sustancial y hasta qué punto no es sino aparente (menos, pues, que formal), debido sencillamente al gusto malicioso de la contaminación, o todavía al intento de pasar de contrabando ideas revolucionarias bajo el manto del Doctor Angélico (técnica que Stephen sigue a menudo con los profesores del colegio). Lo de pensar en forma escolástica ¿será una simple coquetería y las definiciones de Santo Tomás serán para él sólo trampolines? Algunos intérpretes nos inclinan a pensar que toda la larga discusión estética del quinto capítulo del Portrait no sirve sino para demostrar la futilidad de la erudición escolástica absorbida (cf. William Powell Jones 1955: 34); y, en realidad, no se puede negar que desde muchos puntos de vista la adhesión de Stephen a la escolástica es una adhesión a sus aspectos más formales; en el fondo, las mismas fuentes medievales y antiguas denunciadas en el Portrait tienen un evidente origen contrarreformista y encontramos citado un «almacén de máximas de la poética y de la psicología de Aristóteles y una Synopsis Philosophiae Scholasíicae ad mentem divi Thomae».6Conocemos bastante bien la amplitud mental y el aliento de tales manuales. Cuando Cranly le pregunta por qué no se hace protestante, Stephen le contesta que no ve la razón de abandonar «un absurdo que es lógico y coherente para abrazar otro ilógico e incoherente» (P: 291). Ahora bien, el Joyce católico está, en gran parte, precisamente aquí: rechaza lo absurdo aunque sigue advirtiéndolo como obsesión, y se enamora de la coherencia. La obra sucesiva estará dominada, en el fondo, por esta preocupación de la organización formal. Si el mundo que Joyce construye no tiene ninguna afinidad con el mito católico —que vuelve a formar parte de su mundo deformado y reducido cabalmente a mito, a repertorio mitológico, a acero figural— las categorías que definen ese mundo, con todo, están ad mentem divi Thomae. Lo están en el Stephen Hero y en el Portrait, y lo están, de forma más indirecta, en el Ulysses; y cuando se dice categorías tomistas no se piensa sólo en fórmulas que Stephen puede emplear con desenvoltura para disfrazar ideas nuevas e inquietantes bajo el velo de la corrección tradicional. Se piensa en toda una actitud mental, en una implícita visión del mundo como Cosmos Ordenado. Esta visión del Universo —y por consiguiente, de sus formas particulares en la vida y en el arte— como una totalidad que puede recibir una definición única e incontrovertible en la que todo encuentra un lugar y una razón, ha encontrado su expresión más alta y más completa en las grandes summae medievales. La cultura moderna surge como reacción a esta visión jerarquizada del universo, pero incluso oponiéndose a ella, nunca ha podido substraerse enteramente a su fascinación, a la majestuosa comodidad de un módulo de Orden en el que todo se justifique. Diremos que la historia de la cultura moderna no ha sido sino la oposición continua entre la exigencia de un orden y la necesidad de determinar en el mundo una forma mutable, abierta a la aventura, transida de posibilidades; pero cada vez que se ha tratado de definir esta nueva condición del universo en que nos movemos, nos hemos vuelto a encontrar entre manos las fórmulas, aunque disfrazadas, del orden clásico.

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No podríamos encontrar una imagen más viva de este ajetreo que la que nos ofrece el desarrollo artístico de Joyce, donde esta dialéctica se trasluce de manera ejemplar tanto en las afirmaciones explícitas de poética que nos han llegado, como en la estructura misma de sus obras. En Joyce, la búsqueda de una obra de arte que constituyera un equivalente del mundo se movió siempre en una sola dirección: del universo ordenado de la Summa, que le había sido propuesto en la infancia y en la adolescencia, al universo que se extiende en el Finnegans Wake, un universo abierto, en continua expansión y proliferación, que al fin y al cabo debe tener un módulo de orden, una regla de lectura, una ecuación que lo defina: en fin, una forma.

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El modelo medieval.

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¿Qué significa decir que en Joyce persistió la mentalidad medieval de su juventud? Leyendo las obras de Joyce es posible enumerar miles de situaciones en las que usa términos de tradición medieval o argumentos que siguen una técnica literaria y filosófica propia de la Edad Media. Puede ser útil, entonces, construir un modelo abstracto y genérico del modo de pensar medieval para demostrar hasta qué punto lo adapta Joyce. Nuestra intención es aclarar someramente ciertos modelos medievales sobre los que nos detendremos para ilustrar la economía mental de nuestro autor, aun a costa de repetirnos a continuación. Está claro que el tipo de pensamiento medieval es más complejo de lo que resulta de este esbozo, pero también Joyce lo es.

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El pensador medieval no puede concebir, explicar, o manejar el mundo sino dentro del marco de un Orden, un Orden en el que, citando a Edgard de Bruyne, «les êtres s’emboîtent les uns dans les autres». El joven Stephen de Conglowes Wood se piensa como miembro de un todo cósmico «Stephen Dedalus — Clase de nociones — Colegio de Conglowes Wood — Sallins — Condado de Kildare — Irlanda — Europa — El Mundo — El Universo» (P: 19). Ulysses muestra este mismo concepto de orden eligiendo una estructura homérica, Finnegans Wake, gracias a un esquema circular, tomado de la visión cíclica de la historia de Vico.

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El pensador medieval sabe que el arte es la forma humana de reproducir, en un artefacto, las reglas universales del orden cósmico. En este sentido, el arte refleja más la impersonalidad del artista que su personalidad. El arte es un analogon del mundo. Aunque Joyce había descubierto la noción de impersonalidad en autores más modernos, como Flaubert, es evidente que su entusiasmo por esta noción tenía orígenes medievales.

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Este marco de Orden pone a disposición una ilimitada cadena de relaciones entre criaturas y acontecimientos. Citando a Alano de Lille:

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Omnis mundi creatura

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quasi liber et pictura

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nobis est in spéculum.

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Nostrae vitae, nostrae mortis

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nostri status, nostrae sortis

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fidele signaculum.

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Este es el mecanismo que permite las epifanías, mediante las cuales algo se convierte en el símbolo viviente de algo más, y crea una red continua de referencias. Cualquier persona o acontecimiento constituye una cifra que se refiere a otra. Se genera así el entramado de alusiones del Ulysses y el sistema de retruécanos del Finnegans Wake. Cada palabra contiene cualquier otra porque el lenguaje es un mundo que se refleja a sí mismo, es el sueño de la historia narrada, es un libro que puede leer un lector ideal afectado por un ideal insomnio. Si quitamos el Dios trascendente del mundo simbólico de la Edad Media, tenemos el mundo de Joyce. Operación ésta que ya habían llevado a cabo los pensadores más medievales del Renacimiento, Giordano Bruno y Nicolás de Cusa, ambos maestros de Joyce. El mundo ya no es una pirámide formada por una serie de caídas continuas sino un círculo o una espiral cerrada sobre sí misma.

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Para el pensador medieval, los objetos y los acontecimientos que contiene el universo son numerosos, pero necesita encontrar una clave que le ayude a descubrirlos y catalogarlos. El primer acercamiento a la realidad del universo es de tipo enciclopédico. Es el primero en el sentido de que las grandes enciclopedias populares, las De Imagine Mundi, las Specula Mundi, el Herbario o el Bestiario, históricamente preceden la época de los grandes sistemas teológicos. Es el primero también en el sentido del más inmediato, el más familiar, y persiste como plan mental incluso en las argumentaciones filosóficas más elaboradas. El modelo enciclopédico usa la técnica del inventario, de la lista, del catálogo o, en términos retóricos clásicos, de la enumerado. Lo primero que hacen los poetas latinos de la alta Edad Media para describir un lugar o un hecho es elaborar una lista de aspectos detallados. Este extracto de Sidonio Apolinar es un ejemplo representativo de una lista potencial que podría comprender varios volúmenes:

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Est Locus Oceani, longiquis proximus Indis,

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axe sub Eoo, Nabateum tensus in Eurum:

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ver ibi continuum est, interpellata nec ullis

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frigoribus pallescit humus, sed flore perenni

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picta peregrinos ignorant arva rigores;

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halant rura rosis, indiscriptosque per argos

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fragrat odor; violam, cystum, serpylla, ligustrum,

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lilia, narcissos, casiam, colocasia, caltas,

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costum, malobathrum, myrrhas, opobalsama, tura

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parturiunt campi; nec non pulsante senecta

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hinc rediviva petit vicinus cinnama Phoenix.

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Carmina 2

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Aquí tenemos otro trozo del mismo autor que describe, como un registro de la propiedad, la ciudad de Narbona con sus particularidades urbanas:

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Salve Narbo, potens salubritate,

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urbe et rure simul bonus videri,

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muris, civibus, ambitu, tabernis,

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portis, porticibus, foro theatro,

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delubris, capitoliis, monetis,

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termis, arcubus, horréis, macellis,

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pratis, fontibus, insulis, salinis,

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stagnis, flumen, merce, ponte, ponto;

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unus qui venerere jure divos

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Lenaem, Cererem, Palem, Minervam,

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spicis, palmite, pascuis, trapetis.

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Carmina 23

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Estos autores compilan catálogos de objetos y tesoros de las catedrales y de los palacios de los reyes en donde no se sabe si la aparente acumulación casual de reliquias y objetos de arte obedece a un criterio de belleza o a mera curiosidad teratológica. Pues bien, siguen una lógica del inventario. Por ejemplo, el Tesoro de la Catedral de San Vito en Praga (tesoro de la Catedral de Carlos IV de Bohemia) contaba, entre otros innumerables objetos, con las calaveras de San Adalberto y San Venceslao, la espada de San Esteban, la corona de espinas de Jesús, partes de la Cruz de Jesús, el mantel de la Ultima Cena, un diente de Santa Margarita, un trozo de la libia de San Vital, la costilla de Santa Sofía, la barbilla de San Eobano, las escápulas de San Afias, una costilla de ballena, el colmillo de un elefante, la vara de Moisés, y la ropa de la Virgen. En el Tesoro del Duque du Berry había un elefante embalsamado, una hidra, un basilisco, un huevo dentro de otro huevo encontrado por un abad, maná de tierras salvajes, el cuerno de un unicornio, el anillo de bodas de San José y un coco. Igualmente, el Tesoro del Sagrado Imperio Romano en Viena contaba con una corona imperial, un orbe, la espada de San Mauricio, la uña de uno de los santos de la Sagrada Cruz, un pedazo de la cuna de Jesús. Por último, pero no es el único, el Tesoro de la Catedral de Colonia contenía, por lo visto, la calavera de San Juan Bautista a la edad de 12 años (sic).

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Esta lista se parece curiosamente a la lista de parafernalia de los santos de la procesión mística que aparece en el capítulo de los cíclopes, en el Ulysses. Otro inventario de este tipo, aunque menos litúrgico, lo encontramos en el penúltimo capítulo («Itaca», cuando Bloom enumera los objetos contenidos en su cajón).

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La técnica del inventario también es típica del pensamiento primitivo, como explica Claude Lévi-Strauss en La Pensée Sauvage: la «mente salvaje» ordena el mundo según una taxonomía, que elabora un todo coherente mediante un bricolage que reconstruye una forma utilizando partes de formas que ya no existen. Este procedimiento es típico de una civilización medieval que debe reconstruir un mundo nuevo a partir de las ruinas de un mundo pagano o romano, sin tener aún una visión clara de la nueva cultura. Al enumerar los artefactos de una civilización pasada, la mente medieval la examina para ver si se puede sacar una respuesta diferente de una diferente combinación de las piezas. Como veremos más adelante, éste es exactamente el proyecto que Joyce nos propone al destruir la forma del mundo recibida de la cultura tradicional. Con una disposición medieval, examina el inmenso repertorio del universo reducido a lenguaje, para capturar destellos de nuevas e infinitas probabilidades de combinación.

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La técnica de la lista vuelve en otras áreas de la historia humana. La encontramos en el primer Renacimiento con Rabelais, y también entonces era un intento de producir un orden diferente de la realidad, rechazando el orden impuesto por la cultura escolástica, académica y arcaica. La descubrimos en Giordano Bruno (no es una coincidencia que Joyce lo admirara tanto). Por último, la encontramos en el arte contemporáneo y en las diversas técnicas de los collages, pop clippings, y reutilización de materiales de una cultura previa. Pero, una vez más, para Joyce, la primera inspiración es de origen medieval: su modelo inicial está construido por la Letanía de la Santa Virgen y el monótono y cíclico repetirse del Rosario.

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Debemos recordar que la técnica del inventario no aparece sólo en las páginas de narrativa sino también en la técnica de fagocitación cultural que Joyce usaba para adquirir información fresca sobre cultura antigua y moderna. Basta leer un libro como The Books at the Wake, de Atherton para darse cuenta de que la cultura de Joyce es una lista inmensa de textos sacados de todas las bibliotecas. El joven Joyce confesaba que se había acercado a Santo Tomás y a Aristóteles a través de «a garner of slender sentences» (nótese el uso del término «garner», granero). Incluso las anotaciones y preguntas de su cuaderno aparecen en listas.

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Cuando el material que el mundo contiene está controlado por un inventario preliminar, el pensador medieval intenta explicar la forma del universo. Pero no se aventuraría nunca él solo en esa empresa. Necesita una Auctoritas que le dé garantías. Aunque la mente medieval no teme la innovación, concibe los cambios en forma de comentarios vinculados al pensamiento de un Gran Pensador previo. Como hemos visto, Joyce, al menos en sus primeros trabajos, no hace sino pasar de contrabando una estética original como comentario a las ideas del de Aquino. «Como dice Santo Tomás» es la fórmula con la que el joven Stephen introduce virtualmente cada herejía personal: sus maestros jesuítas tiemblan ante la herejía, pero tiemblan mucho más ante el pensamiento de contradecir a Santo Tomás, por lo que se pierden en sutilezas dialécticas para obtener resultados contrarios de la misma cita, y Joyce, su buen estudiante, les obliga a jugar a su mismo juego; pero si al principio es su juego, luego se invierte, cambia su signo algebraico. Del hábito medieval de citar para demostrar, Joyce adquiere el gusto de la cita cueste lo que cueste, incluso camuflándola de cita. Finnegans Wake, aun más que el Ulysses, es un inmenso catálogo de citas de autoridades, una Walpurgisnacht de filosofía á rebours.

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Sólo de esa forma el pensador medieval puede permitirse traicionar a sus propios maestros y confesarlo, por lo menos a sí mismo. Hay una hermosa frase de Bernardo de Chartres que refleja esta manera de pensar (más tarde revivificada por otros, incluso Newton y Gassendi); la podemos citar sólo a través de las palabras de Juan de Salisbury:

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dicebat Bernardus Carnotensis nos esse quasi nanos gigantium humeris insidentes ut possimus plura eis et remotiora videre, non utique proprii visus acumine aut eminentia corporis, sed quia in altum subvehimur et extolimur magnitudine gigantes.

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El pensador contemporáneo, aunque pequeño e incapaz con respecto a los gigantes del pasado, tiene la oportunidad de encaramarse sobre sus hombros y, aunque sólo sea un poco, ver más allá. Joyce implícita e inconscientemente adopta esta cita cuando afirma que el suyo es el uso de un «Santo Tomás de Aquino aplicado» (SH: 72) y afirma que «sólo ha llevado a su conclusión lógica la definición de lo bello que ha dado Santo Tomás de Aquino» (SH: 92). Así es como el joven Stephen y Joyce, más en general, reproducen las estructuras fundamentales de la forma de pensar medieval en su modus operandi. Las páginas siguientes explorarán hasta qué punto esta herencia (las formas de pensamiento antes que los contenidos) sobrevive en el trabajo de Joyce y sirven como modelo para entender las poéticas de nuestro autor. Intentaremos seguir el proceso del joven artista que repudia las formas mentales que gobiernan el cosmos ordenado propuesto por la tradición cristiana medieval y que, pensando todavía como un medieval, disuelve el cosmos ordenado en la forma polivalente del Chaosmos.

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Los intentos juveniles.

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A principios de siglo, el joven artista tiene unos dieciocho años. La cultura escolástica, absorbida durante el bachillerato, ya está entrando en crisis. Se produce entonces el encuentro con Giordano Bruno que constituye para él lo que de hecho la filosofía de Bruno ha constituido para el pensamiento moderno, un puente entre la Edad Media y el nuevo naturalismo. Joyce está madurando el triple rechazo que lo aislará en el exilio, hasta el fin. A estas alturas ya se las ha visto con la herejía, la conoce, la acepta: «Me dice que Bruno era un hereje terrible. Le contesto que me lo quemaron terriblemente» (P: 298, cf. también SH: 172-173).

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Al sacudirse de encima la ortodoxia, Joyce está abierto a las nuevas sugestiones que le llegan de las polémicas literarias irlandesas, de los grandes problemas que agitan la literatura mundial: por una parte, los simbolistas, los poetas del renacimiento céltico, Pater y Wilde, por otra, Ibsen y el realismo de Flaubert (pero también su amor por la página hermosa, por la palabra, la entrega absoluta a un ideal estético).

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Son de estos años cuatro textos fundamentales, la conferencia Drama and Life, pronunciada en 1900, el ensayo «Ibsen’s New Drama», publicado el mismo año en la Fortnightly Review, el panfleto The Day of the Rabblement, publicado en 1901 y, por último, de 1902, el ensayo sobre James Clarence Mangan. En estos cuatro escritos se condensan todas las contradicciones en las que se debate el joven artista7 (CW: 53-119).

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En los dos primeros ensayos se asiste a una reivindicación de las estrechas conexiones entre teatro y vida: el teatro debe representar la vida real, la vida que «debemos aceptar (…) tal como se presenta a nuestros ojos, y a los hombres y mujeres tal como los encontramos en el mundo real, y no tal como los intuimos en un mundo fantasioso» (CW: 63); y, sin embargo, en esta representación sin reservas, el teatro debe manifestar, a través de la acción, las grandes leyes que gobiernan —en lo profundo, desnudas y severas— los acontecimientos humanos. De la misma manera, el arte, como fin primario, se propone la verdad; no una verdad didascàlica, visto que Joyce, a fin de cuentas, reivindica la absoluta neutralidad moral de la representación artística, sino la verdad pura y simple, la realidad. ¿Y la belleza? La búsqueda de la belleza por sí misma tiene algo espiritualmente anémico y brutalmente animal: la belleza no va más allá de la superficie, la forma, y se presenta, por lo tanto, como un resultado morboso del arte. El gran arte tiende sólo a la obtención de la verdad.8

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Este aparente empeño hacia un contacto vivo con la realidad cotidiana hace que resulte mucho más discordante la posición sostenida en The Day of the Rabblement, en el que vibra un desdén hacia el compromiso con la masa, una especie de ascética aspiración al retiro y al aislamiento absoluto del artista: «Nadie, como dijo el Nolano, puede amar la verdad o el bien, si no aborrece a la multitud» (CW: 97). Esta actitud, sin embargo, podría seguir siendo la manifestación de una reserva en el plano del contacto práctico, un rechazo del compromiso comercial y no la adopción de una posición estética, si el ensayo sobre Mangan no nos introdujera en otra dimensión completamente distinta. Mangan no era un realista ni buscaba la verdad poética en la representación de la verdad histórica, sino que constituyó un ejemplo de imaginación que rayaba en la videncia, nutrida por la exaltación de los sentidos, por las drogas y por una vida desordenada y excéntrica; su poesía pertenece más bien a la veta romántico-simbolista; sus hermanos espirituales los encontramos en Nerval o Baudelaire. Precisamente este aspecto es el que interesa a Joyce, no sólo en el ensayo juvenil: en una conferencia sobre Mangan pronunciada en 1907 en Trieste, se extenderá detenidamente sobre esta poesía de «magníficas y terribles imágenes, y todo el Oriente que el poeta recreó en su llameante sueño, que es el paraíso del fumador de opio» (CW: 266).

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Estas contradicciones serían, quizá, el fruto de una pura intemperancia juvenil que no ha encontrado aún sus propios equilibrios, si no se presentaran como los gérmenes de contradicciones más vastas, de aspiraciones opuestas que se perpetúan en toda la obra de Joyce, y cuya clave nos la proporciona él mismo en la conferencia de 1907, con una frase referida a Mangan pero que parece hecha a la medida para el «caso Joyce»: «Hay ciertos poetas que además de la virtud de revelarnos alguna fase de la humana conciencia desconocida hasta el momento, tienen también la más discutible virtud de reunir en su personalidad las innumerables tendencias contrastadas de su época, de ser, y valga la expresión, como baterías que almacenan nuevas fuerzas» (CW: 256). Así, mientras se propone una representación tan exacta y despiadada como profunda y vibratilísima de nuestra humanidad cotidiana —y es ésta la poética que preside las narraciones de los Dubliners y las descripciones del Ulysses—, Joyce descubre en Mangan el ejemplo de una función reveladora de la poesía, en la que, una vez más, el artista puede llegar a poseer y comunicar la verdad, pero sólo mediante la belleza. Se produce, en otros términos, una inversión de la situación, y cuando en el ensayo sobre Mangan se habla de lo bello como esplendor de la verdad, ya no se piensa en una verdad que, en cuanto tal, se vuelve hermosa, sino en una belleza gratuita, surgida por la fuerza provocadora de la imagen, que, de hecho, se convierte en la única verdad posible.

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Incluso cuando utiliza expresiones análogas a las de la disertación sobre el drama, el tono del ensayo sobre Mangan es inequívoco: aquí se está hablando en el lenguaje del decadentismo de fin de siglo e Ibsen, sin duda, ha dejado su sitio a los poetas simbolistas, no sólo, sino también a una vaga cultura ocultista que el discurso deja traslucir, y que Joyce estaba asimilando en el círculo dublinense de A. E., George Russell, místico y teósofo.9

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¿Cómo se pueden fundir estas tendencias divergentes en el pensamiento del primer Joyce? Nosotros sabemos, por lo menos, cómo se funden en el pensamiento de Stephen Dedalus, y en qué modo Joyce, entre 1904 y 1906, cuando escribe Stephen Hero, trata de sintetizar sus propias actitudes de algunos años antes. La conferencia Arte y Vida que Stephen lee en el college ante la Literary and Historical Society, reúne en el fondo Drama and Life y J. C. Mangan; aunque el título recuerde la conferencia sobre Ibsen, los argumentos utilizados, en cambio, a menudo las expresiones mismas, son las del ensayo sobre Mangan. Así pues Joyce, al definir la estética del joven artista, establece preferencias y persuasiones críticas sobre una concepción estética de clara marca simbolista. Pero hay un correctivo, un simple correctivo, que transforma completamente la perspectiva y confirma la importancia de la formación escolástica: la conferencia de Stephen está planteada de acuerdo con categorías aristotélicas y tomistas.

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Su objetivo es subrayar la importancia del nuevo teatro y de un arte libre de preocupaciones moralistas. Quiere celebrar en Ibsen la gran potencia de objetividad, la determinación en arrancarle su secreto a la vida, la indiferencia absoluta ante las leyes generales del arte, de los amigos y de las palabras de orden. Quiere resaltar, por último, la decisión de ruptura con todas las convenciones y las leyes de una sociedad burguesa que descansa en sus propios valores establecidos. Pero esta polémica se basa en una concepción del poeta y de su potencia creadora, instauradora de nuevas realidades, que procede del ensayo sobre Mangan y se sostiene gracias a un uso sutil del pensamiento tomista.

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La estética del Stephen Hero representa, pues, ese punto de fusión que, desarrollado y matizado de distintas maneras, se volverá a proponer también en el Portrait. Y si bien las diferencias entre las dos redacciones son notables, es cierto que en ambas se establecen las líneas maestras de un pensamiento estético que puede sistematizarse, que no carece de rigor, y en el cual se asiste precisamente a la asombrosa convergencia de tres actitudes muy distintas: la preocupación realista, la concepción romántico-decadente de la palabra poética y la forma mentís escolástica.

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Retrato del tomista adolescente.

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Los temas principales de la estética de Stephen son, en síntesis: 1) la subdivisión del arte en los tres géneros lírico, épico y dramático; 2) la objetividad y la impersonalidad de la obra; 3) la autonomía del arte; 4) la naturaleza de la emoción estética; 5) los criterios de la belleza. De este último punto aflora la doctrina de la epifanía que debe tomarse en consideración junto con las afirmaciones sobre la naturaleza del acto poético y la función del poeta, afirmaciones que acompañan de diversos modos la argumentación acerca de los problemas fundamentales.

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La discusión sobre los géneros es bastante escolástica.10 En la lírica, el artista presenta su imagen en relación inmediata consigo mismo, mientras que en la épica la presenta en relación mediata consigo mismo y con los demás. La lírica es

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la más simple vestidura verbal de un instante de emoción, un grito rítmico como aquellos que en épocas remotas animaban al hombre primitivo doblado sobre el remo u ocupado en izar un peñasco por la ladera de una montaña. Aquel que lo profiere tiene más conciencia del instante emocionado que de sí mismo como sujeto de la emoción (P: 255).

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La forma épica, en cambio, es la prolongación de la forma lírica, casi como si fuera su maduración, por lo que se alcanza la equidistancia entre poeta, lector y centro emocional. La narración, entonces, no es ya en primera persona, y la personalidad del artista casi fluye en torno a las figuras y a los personajes, «como las ondas de un mar vital» (ibid.). Joyce aduce el ejemplo de la antigua balada Turpin Hero que empieza en primera persona y termina en tercera. Se llega luego a la forma dramática

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cuando la vitalidad que ha estado fluyendo y arremolinándose en torno a los personajes, llena a cada uno de éstos de una tal fuerza vital que los personajes mismos, hombres, mujeres, llegan a asumir una propia y ya intangible vida estética. La personalidad del artista, primeramente un grito, una canción, una humorada, más tarde una narración fluida y superficial, llega por fin como a evaporarse fuera de la existencia, a impersonalizarse, por decirlo así. La imagen estética en la forma dramática es sólo vida purificada dentro de la imaginación humana y reproyectada por ella. El misterio de la estética, como el de la creación material, está ya consumado. El artista, como el Dios de la creación, permanece dentro, o detrás, o más allá, o por encima de su obra, trasfundido, evaporado de la existencia (…) indiferente (…) entretenido en arreglarse las uñas (P: 255-256).

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Está claro que, por lo menos teóricamente, la forma dramática representa para Joyce la verdadera forma del arte. Y a este respecto emerge vigorosamente el principio de impersonalidad de la obra de arte, típico de la poética joyciana. Cuando elaboraba esta teoría, Joyce ya había entrado en contacto con las análogas teorías mallarmeanas (cf. Hayman 1956), y tenía presente, sin duda, la traducción inglesa de un pasaje de Crise de Vers que presenta una notable semejanza con el discurso de Stephen:

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L’oeuvre pure implique la disparition élocutoire du poète qui cède l’initiative aux mots, par le heurt de leur inégalité mobilisé; ils s’allument de reflets réciproques come une virtuelle traînée de feux sur les pierreries, remplaçant la respiration perceptible en l’ancien souffle lyrique ou la direction personnelle enthousiaste de la phrase (Oeuvres Complètes, ed. Gallimard: 366).

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Pero con toda seguridad el problema de la impersonalidad del artista se lo habían propuesto también otras lecturas juveniles y podemos reconocer fácilmente los ascendentes de este concepto en el mismo Baudelaire, en Flaubert y en Yeats.11 Por otra parte, es preciso reconocer que, en el fondo, la noción circulaba por todo el ambiente anglosajón de la época, y más tarde encuentra su sistematización definitiva en los escritos de Pound y Eliot. Para este último la poesía no será un libre movimiento de la emoción sino una fuga de la emoción, y tampoco será la expresión de la personalidad sino la fuga de la misma.12

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A propósito de poética objetivista surge espontánea la referencia a la Poética de Aristóteles. Joyce, sin duda, sufría el influjo de la tradición crítica anglosajona que acostumbra a pensar en lo artístico en términos aristotélicos. La diferencia existente entre el texto del Portrait y la probable fuente mallarmeana antes citada demuestran cuánto ha influido, más o menos conscientemente la tradición en la formulación joyciana. Más allá de las analogías terminológicas, cuando Mallarmé habla de obra pura donde el poeta desaparece, tiene bien presente toda una concepción platónica por la que la Obra aspira a convertirse en Le Livre, reflejo impersonal de la Belleza como esencia absoluta por medio del Verbe que la expresa. La obra mallarmeana tiende pues a ser un mecanismo sugestivo e impersonal que remite al más allá de sí mismo, en cuanto realidad corpórea, hacia un mundo de arquetipos metafísicos. La obra impersonal de Joyce nos parece, en cambio, un objeto centrado sobre sí mismo que se resuelve en sí mismo, mimesis de la vida, donde referencias y alusiones son internas al objeto estético, y el objeto aspira a ser él mismo la totalidad, el sucedáneo de la vida y no el medio hacia una vida ulterior y perfeccionada. La sugestión mallarmeana tiene, en el fondo, ambiciones místicas, la joyciana aspirará, en cambio, a ser el triunfo de un mecanismo perfecto que agota en sí mismo la propia función.13 14

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Es interesante señalar que la concepción platónica de la belleza le llega a Mallarmé de Baudelaire y a Baudelaire de Poe; pero en Poe el componente platónico se desarrolla según las formas de una metodología aristotélica, atenta a la relación psicológica obra-lector y a la lógica constructiva de la obra. De manera que éste y otros fermentos, parten de la esfera anglosajona y del ámbito de la tradición aristotélica, pasan a través del filtro de las poéticas simbolistas francesas, y regresan al territorio anglosajón donde Joyce los vuelve a conducir al ámbito de la sensibilidad aristotélica.

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Añádase a esto la influencia de las formulaciones estéticas de Santo Tomás: las citas que Joyce tenía a mano no le hablaban en absoluto de una obra capaz de expresar la personalidad del poeta. Se daba cuenta, por consiguiente, de que incluso el de Aquino estaba a favor de la obra impersonal y objetiva. Y no se trataba de una conclusión cómoda a falta de documentos contrarios: demostrando una aguda comprensión del pensamiento medieval e integrando los pocos textos que conocía, Joyce comprendía que el planteamiento estético aristotélico-tomista no se preocupaba de ninguna manera por una afirmación del yo del artista; la obra era un objeto, tangible y mesurablemente bello, el valor estético era un valor estructural, que expresaba sólo la propia legalidad y no el artífice legislador. Joyce está convencido de ello hasta tal punto que cree no poder ni siquiera elaborar una teoría del proceso creador sobre las bases del pensamiento tomista.

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Aunque, indudablemente, la escolástica tenía una teoría del ars, ésta no le servía a Joyce para aclararle el proceso de la creación poética. Todo lo que de la noción de ars como recta ratio factibilium o ratio recta aliquorum faciendorum le podía servir, Joyce lo había reducido a una fórmula concisa: «arte es la adaptación por el hombre de la materia sensible e inteligible para un fin estético» (P: 246). Pero al añadir «para un fin estético» (precisión que no está contemplada por la fórmula medieval), le había cambiado ya el significado a la vieja definición, pasando de la noción grecolatina de «technears» a la moderna de «Arte» como —y exclusivamente como— «Arte hermosa».15 Por otra parte, Stephen estaba persuadido de que su «tomismo aplicado» podía bastarle sólo hasta un cierto punto: «al llegar a los fenómenos de la concepción, gestación y reproducción artísticas, necesito una nueva terminología y una nueva investigación personal» (P: 249). En realidad, las esporádicas afirmaciones sobre la naturaleza del poeta y su función, que encontramos en el Stephen Hero, son ya completamente ajenas a los planteamientos aristotélico-tomistas, como también ciertas alusiones del Portrait al proceso creador.

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Absolutamente típico es el discurso sobre la autonomía del arte. Aquí el joven Stephen revela verdaderamente la naturaleza formal de su adhesión a la escolástica, y las fórmulas de Santo Tomás sirven para pasar de contrabando, con gran osadía, una teoría de l’art pour l’art que, con toda evidencia, Stephen asimilaba de fuentes bien distintas.

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Santo Tomás afirmaba que «pulchrae dicuntur quae visa placent», recordando, además, que el aríifex debe interesarse únicamente por la perfección de la obra que hace y no por las finalidades exteriores a las que puede destinarse la obra. La teoría medieval se refiere al ars entendido en un sentido bastante amplio: construcción de objetos, artesanado, en resumidas cuentas, además de formación de obras de arte en el sentido moderno del término, y pretende establecer ante todo un criterio de probidad artesana puesto que una obra de arte es para el medieval una forma, y la perfección de la forma se establece tanto en términos de perfectio prima como de perfectio secunda. Si la perfectio prima concierne, precisamente, a la calidad formal del objeto producido, la perfectio secunda atañe, en cambio, al fin propio de ese objeto. En otras palabras, un hacha es bella si está construida según reglas de armonía formal, pero es hermosa sobre todo si se adapta bien a su fin último que es el de cortar la madera. En la visión tomista de la jerarquía de los fines y de los medios, lo positivo de un objeto se establece sólo en relación a una dependencia total de medios y de fines, todo ello en vista de los fines sobrenaturales a los que el hombre está orientado. Belleza, Bondad y Verdad se implican recíprocamente y el esmero en la fabricación de una estatua destinada a fines obscenos o mágicos no impide que la estatua sea intrínsecamente fea, como si reverberara la luz siniestra de la finalidad morbosa a la que está dirigida.

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Interpretar en sentido rigurosamente formal la proposición de Santo Tomás (como han hecho con demasiada desenvoltura muchos neotomistas escrupulosos) significa no comprender la visión sustancialmente unitaria y jerarquizada con que el medieval afronta el mundo.16 Así pues, cuando Stephen polemiza con los profesores del college para demostrarles que Santo Tomás «está del lado del artista capaz» (SH: 92) y que no se encuentra en su definición ningún indicio de instrucción o elevación moral, evidentemente enmascara bajo ropajes medievales, con habilidad de casuista, proposiciones como la de Wilde por la que «all art is perfectly useless».17

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Lo más curioso es que los jesuítas que discuten con él advierten una cierta insatisfacción pero no están en condiciones de objetar nada a sus citas, víctimas también ellos de un formalismo tradicional por el que no pueden discutirse las palabras del Doctor Angélico. Una vez más Joyce, al darle la vuelta a la situación en su favor, aprovecha las debilidades congénitas de un sistema mental y demuestra que se encuentra verdaderamente a gusto con la sensibilidad católica.

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Sobre esta base lleva adelante Stephen la sistematización de su estética. Al discutir la naturaleza de la emoción estética se remite, una vez más, a su concepción de la autonomía del arte para afirmar que la contemplación estética es ajena tanto al momento pornográfico (pone en juego los instintos) como al didascàlico (pone en juego los principios éticos). Para el resto, se dirige a Aristóteles, exhumando la teoría catártica de la poesía. Stephen elabora una definición de la piedad y del terror, lamentando que Aristóteles no la haya dado en la Poética (e ignorando que existe, en cambio, en la Retórica) y definiendo la emoción estética como una especie de éxtasis, un detenerse de la sensibilidad (que ya no es llamada en causa) ante una piedad y un terror ideales, un éxtasis provocado, prolongado y disuelto por lo que él llama el «ritmo de la belleza».18 Una definición semejante del gozo estético podría parecer, en más de un aspecto, deudora de varias concepciones modernas, si Stephen no se adentrara en una definición del «ritmo estético» de clara derivación pitagórica:

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Ritmo (…) es la primera y formal relación estética entre parte y parte de un conjunto estético, o entre el conjunto estético y sus partes o una de sus partes, o entre una parte del conjunto estético y el conjunto mismo (P: 245).

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Definición que Stuart Gilbert compara con una casi análoga de Coleridge:

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The sense of beauty subsists in simultaneous intuition of the relation of parts, each to each, and of all to a whole: exciting an immediate and absolute complacency, without intervenence, therefore, of any interest, sensual or intellectual.19

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Pero muy bien podría remitirse a otra formulación, esta vez del medieval Robert Grosseteste:

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Est autem pulchritudo concordia et convenientia sui ad se et omnium suarum partium singularium ad seipsas et ad se invicem et ad totum harmonía, et ipsius totius ad omnes.

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Ahora bien, la singularidad de las tres citas no debe asombrar, puesto que en Coleridge, como en Grosseteste, existe un fondo platónico, y pitagórico, por el que el organicismo trascendentalista y la escolástica bien pueden darse la mano y converger en la fórmula del joven Stephen; el cual, cuando tenga que definir las características esenciales de la belleza, recurrirá a formulaciones análogas y precisamente a los célebres tres criterios enunciados por Santo Tomás. Los conceptos tomistas son los que aparecen en la Primera Parte (q. 39, a. 8) de la Summa Theologiae:

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Ad pulchritudinem tria requiruntur. Primo quidem integritas, sive perfectio: quae enim diminuta sunt, hoc ipso turpia sunt. Et debita proportio sive consonantia. Et iterum claritas, unde quae habent colorem nitidum, pulchra esse dicuntur.

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Cuando la tradición llama a estos tres criterios «criterios formales de la belleza» recoge una implícita definición tomista que debe aclararse con precisión, puesto que por realidad formal se entiende, entonces, la realidad de la cosa como sustancia completa, realidad definida y existente en acto, resultante de la función en synolon de una forma sustancial y una materia signata quantitate. Los tres criterios son, pues, las condiciones de perfección de una realidad existencial, de una estructura que se enfoca mediante una visio y se aprecia no en cuanto verdadera o buena —aun cuando sea verdadera o buena— sino en cuanto estructuralmente completa, y por ello capaz de satisfacer nuestras exigencias de equilibrio y de acabamiento (satisfactoria para quien la percibe desinteresadamente como tal). A esa perfección contribuye sobre todo el criterio de proportio: proporción matemática, ritmo, relación, armonía (y todo el filón de una estética de la proporción interviene para definir el concepto). Del concepto de proportio depende el de integritas, porque esta última no es sino la adecuación a lo que la cosa debe ser, satisfacción de todas las condiciones estructurales a las que la cosa debe subyacer para ser como se concibe in mente Dei o in mente artificis y según las leyes de la naturaleza o del arte. Sobre esta base, la claritas, en vez de entenderse solamente en términos físicos como sinónimo de luz o vivacidad del color, debe entenderse como capacidad autoexpresiva del organismo, auto-significación de la estructura ante una visio que se disponga, precisamente, a aprehender la cosa como hermosa antes que como verdadera.

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La discusión que Stephen mantiene con Lynch sobre este asunto se inicia con una alusión a la identificación de hermoso y de verdadero. En esto Joyce se aproxima a la tradición escolástica, aunque no le interesen las implicaciones metafísicas del concepto:

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La verdad es contemplada por la inteligencia aquietada por las relaciones más satisfactorias de lo inteligible. La belleza es contemplada por la inteligencia aquietada por las relaciones más satisfactorias de lo sensible (P: 247, cf. también SH: 75-76).

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La definición tiene muchas afinidades con algunas glosas aportadas al texto tomista, sobre todo por comentadores del siglo pasado, de manera que no podemos excluir la posibilidad de la reminiscencia de algún comentario oído a los profesores del colegio. La única aportación extraña —y en ese sentido curiosa— es la aparición del término «imaginación», ausente en la temática medieval y típico de la estética moderna. Coleridge y Poe hablaban de imaginación, Santo Tomás no. La visio no es una facultad nueva cualquiera sino la inteligencia en su totalidad que especifica las características estéticas del objeto.

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Aparecida en los escritos juveniles, la noción de imaginación no se aclara especialmente en la estética de Stephen Dedalus: la imaginación se nos presenta como la relación peculiar que la mente instaura con las cosas para verlas de manera estética, como en Santo Tomás. En efecto, aunque «el primer paso en dirección de la belleza es el comprender la contextura y la esfera de acción de la imaginación, el comprender el acto mismo de la aprehensión estética» (P: 247-248), contextura y esfera de acción de la imaginación se aclaran sólo de este modo: «todo el que admira un objeto bello encuentra en él ciertas relaciones que le satisfacen y que coinciden con las etapas mismas de la aprehensión estética» (P: 249). Así que, más que explicar qué es la imaginación, Stephen indica el proceso que la mente lleva a cabo para aprehender las relaciones de lo sensible: ya en Stephen Hero había afirmado que «la facultad aprehensiva (de la belleza) debe ser examinada en acción» (217). Definición que, de todas maneras, podría llamarse «operativa» si en Joyce no faltara esa intención metodológica y no hubiera más bien una cierta ausencia de rigor.20

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Sin embargo, el hecho interesante reside en que, mientras la naturaleza de la imaginación se define en relación a los criterios objetivos de la belleza, éstos se definen en relación al proceso que la imaginación lleva a cabo para reconocerlos. Este aspecto de la cuestión diferencia la actitud joyciana de la de Santo Tomás, ya que para el autor moderno las formas ontológicas de la belleza se convierten en las formas de aprehensión (o producción) de la belleza. La importancia de este planteamiento resultará evidente en la discusión sobre las epifanías.

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Sea como fuere, ahora Stephen debe interpretar los conceptos de integritas, proportio y claritas, que él traduce por wholeness, harmony y radiance (integridad, armonía y luminosidad).

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—Mira esa cesta

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—Ya la veo —dijo Lynch.

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—Para ver esa cesta tu mente necesita antes que nada aislarla del resto del universo visible que no es la cesta misma. La primera fase de la aprehensión es una línea trazada en torno al objeto que ha de ser aprehendido. Una imagen estética se nos presenta ya en el espacio o ya en el tiempo. Lo que es perceptible por el oído se nos presenta en el tiempo; lo visible, en el espacio. Pero temporal o espacial, la imagen estética es percibida primero como un todo delimitado precisamente en sí mismo, contenido en sí mismo sobre el inmensurable fondo de espacio o tiempo que no es la imagen misma. La aprehendemos como una sola cosa. La vemos como un todo. Aprehendemos su integridad. Esto es integritas (P: 252).

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Como se deduce de estas líneas, está claro que la integritas tomista no es la integritas joyeiana: aquélla era un hecho de perfección sustancial, ésta un hecho de delimitación espacial, aquélla un problema de volumen ontològico, ésta de perímetro físico. La integritas joyeiana es el resultado de un enfoque psicológico, es la imaginación la que escoge y pone en evidencia la cosa.21

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Más fiel (y eran menores las posibilidades de deformación) la interpretación del concepto de proportio:

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Después (…) pasas de un punto a otro llevado por las líneas formales de la imagen; la aprehendes como un equilibrio de partes dentro de sus límites; sientes el ritmo de su estructura. Con otras palabras: a la síntesis de la percepción inmediata sigue el análisis de la aprehensión. Habiendo sentido primero que es una sola cosa pasas a sentir que es una cosa. La aprehendes como un complejo, múltiple, divisible, separable, compuesto de sus partes, y armonioso en el resultado, en la suma de ellas. Esto quiere decir consonantia (P. 252-253).

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Lo que ya se ha dicho a propósito del ritmo nos ha aclarado con anterioridad este discurso. Más larga y difícil resulta, en cambio, la determinación de claritas y más discordantes los textos joyeianos que se refieren a ella. La redacción final del Portrait suena así:

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La significación especial de la palabra resulta bastante vaga (…) Santo Tomás emplea un término que parece ser inexacto. A mí me tuvo desorientado por mucho tiempo. Te podría llevar a creer que el de Aquino había pensado en una especie de simbolismo o idealismo, según el cual la suprema cualidad de la belleza sería una luz extraterrena, de cuya noción la materia no sería más que una sombra, de cuya realidad sólo sería un símbolo. Pensaba yo que claritas quisiera significar el descubrimiento y la representación artística del universal designio divino, o una fuerza generalizadora que nos llevaría a convertir la imagen estética en universal, que le haría extrarradiar sus propias condiciones. Pero todo esto es literatura. Mi explicación es la siguiente: una vez que has aprehendido la cesta de nuestro ejemplo tomándola como una sola cosa, y después de haberla analizado con arreglo a su forma, de haberla aprehendido como cosa, lo que haces es la única síntesis que es lógica y estéticamente permisible. Ves entonces que aquella cosa es ella misma y no otra alguna. La luminosidad a que se refiere Santo Tomás es lo que la escolástica llama quidditas la esencia del ser (253).

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Aquí la interpretación joyciana se hace verdaderamente sutil; parte de textos tomistas elementales e incompletos, aislados de su contexto más amplio y raya en una agudeza de la que carecen, sin duda, muchos glosadores autorizados.

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Para Santo Tomás la quidditas es la sustancia en cuanto susceptible de comprensión y definición (como la esencia es la sustancia en cuanto sujeto del esse, del acto existencial y la natura lo es en cuanto sujeto de operación). En consecuencia, hablar de quidditas (a menos que no se elaboren sutiles distinciones entre aspecto lógico y aspecto estético, distinción de radones) significa hablar de sustancia, de forma como organismo y estructura. En Stephen Hero se dice más concretamente:

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luego reconocemos que es una estructura compuesta organizada, una cosa, de hecho (…) El alma del objeto más común, si su estructura está así de ajustada, nos parece radiante.22

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Con ello Joyce nos ha dado una explicación verdaderamente acorde con el pensamiento tomista, sin haber acentuado, con todo, la formulación en dirección personal. Que el esfuerzo por entender el texto medieval no es sino un esfuerzo por dilucidar las propias posiciones, se ve por el rechazo tajante opuesto a las interpretaciones platonizantes del concepto de claritas (cuando habla de «literatura»). Por lo tanto, mientras desentraña las propias posiciones (hasta ahora en sentido negativo, excluyendo algunas acentuaciones), Joyce da en el blanco incluso bajo el aspecto hermenéutico, lo haga a propósito o no. Sólo en los fragmentos que siguen a esta interpretación, el discurso de Stephen adoptará inflexiones de mayor autonomía y se verá cómo la fidelidad a Santo Tomás era sólo un medio formal para apoyar un desarrollo más libre de tesis personales. El texto del Portrait dice:

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Esta suprema cualidad es sentida por el artista en el momento en que la imagen estética es concebida en su imaginación. La mente en este instante ha sido bellamente comparada por Shelley a un carbón encendido que se extingue. El momento en el que la suprema cualidad de la belleza, la neta luminosidad de la imagen estética, es aprehendida en toda su claridad por la mente, suspensa primero ante su integridad, y fascinada por su armonía, la luminosa y callada stasis de la deleitación estética, estado espiritual semejante a aquel otro del corazón, al cual, usando una frase casi tan bella como la de Shelley, el fisiólogo italiano Luigi Galvani llama el encantamiento del corazón (253-254).

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En Stephen Hero la exposición era parcialmente distinta: el momento de la radiance se especificaba más decididamente como el momento de la epifanía:

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Por epifanía entendía una súbita manifestación espiritual, bien sea en la vulgaridad de lenguaje y gesto o en una frase memorable de la propia mente. Creía que le tocaba al hombre de letras registrar esas epifanías con extremo cuidado, visto que ellas mismas son los momentos más delicados y evanescentes (216).

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Ahora bien, «carbón encendido» y «momentos más evanescentes» son expresiones demasiado ambiguas para adaptarse a un concepto como el de la claritas tomista: la claritas es manifestación sólida, clara, casi tangible, de la armonía formal. Aquí, en cambio, Stephen está substrayéndose a la sugestión de los textos medievales y esboza ya una teoría personal. En el Stephen Hero se habla de epifanía; en el Portrait el término no aparece (como si Joyce considerase con más cautela sus teorizaciones de los años juveniles), pero el fragmento sobre el encantamiento del corazón, en el fondo, no quiere decir otra cosa. ¿Qué pasa entonces con el viejo concepto de dantas en el momento en que se entiende como «epifanía»?

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La epifanía: de la escolástica al simbolismo.

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El concepto, no el término, de epifanía lo había recibido Joyce de Walter Pater, y más precisamente de esa Conclusión a los Studies in the History of Renaissance, que tanta influencia había tenido en la cultura inglesa a caballo entre los dos siglos. Si releemos las páginas de Pater notamos que el análisis de los diversos momentos del proceso de epifanización de lo real tiene grandes analogías con el análisis joyciano de los tres criterios de la belleza. Salvo que, mientras en Joyce el objeto por analizar se presenta como determinado, aceptado como estable y objetivo, en Pater es vivo el sentido del fluir inaferrable de la realidad; no en vano la célebre Conclusión se abre con una cita de Heráclito. La realidad es una suma de fuerzas y elementos que devienen y poco a poco se deshacen, sólo la experiencia superficial nos los hace ver como corpóreos consolidados en una presencia preocupante «pero cuando la reflexión se pone a jugar con los objetos, éstos se desenvuelven bajo su influencia, la fuerza cohesiva parece estar suspendida como en los trucos de magia».

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Estamos, pues, en un mundo de impresiones inestables, fugaces, incoherentes: la costumbre se rompe, la vida habitual se vuelve vana y de ésta, más allá de ésta, quedan momentos individuales, aferrables por un instante y en seguida desvanecidos. «En cada momento surge alguna forma perfecta en la mano o en el rostro; algún tono de las colinas o del mar es más selecto que los demás; algún humor o pasión, vislumbre o excitación intelectual, resulta irresistiblemente real y atractivo para nosotros, pero sólo en ese momento.» Irresistibly real and attractive for us for that moment only: después, desvanecido ya el momento, la vida adquiere un valor, una realidad, una razón gracias a ese único momento. «El objetivo no es el fruto de la experiencia sino la experiencia misma.» Y mantener este éxtasis será «triunfar en la vida».

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Mientras todo se licúa bajo nuestros pies, es posible que podamos aprehender alguna pasión exquisita o alguna contribución al conocimiento que parezca liberar por un momento el espíritu al ensanchar el horizonte, o bien alguna conmoción de los sentidos, extraños matices, extraños colores y olores curiosos, o bien la obra de las manos de los artistas o el rostro de un amigo (Pater 1873; trad. esp.: 179-183).

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El esteta inglés de fin de siglo está contenido todo él en este retrato de Pater: consagrado día a día a hacer un absoluto del instante fugaz y exquisito.

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Ahora bien, en Joyce esta herencia está bastante depurada de todas esas suavidades y languideces, y Stephen Dedalus no es Mario el Epicúreo, si bien la influencia de las páginas apenas citadas es vivísima. Nos damos cuenta entonces de que todo el armazón escolástico que Stephen, arteramente, había erigido como soporte de su perspectiva estética no servía sino para sostener una noción romántica de la palabra poética en cuanto revelación y fundamento lírico del mundo y del poeta como único ser capaz de dar una razón a las cosas, un significado a la vida, una forma a la experiencia, una finalidad al mundo.

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No cabe duda de que la argumentación de Stephen, repleta de citas tomistas, tiende a esta resolución. Mejor dicho, sólo a este punto adquieren valor de verdad las varias afirmaciones esparcidas en los discursos de Stephen (y en los escritos juveniles de Joyce) sobre la naturaleza del poeta y de la imaginación.

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El poeta es el intenso centro de la vida de su época, con la cual está en una relación más vital que todo lo que pueda hacer. Sólo él es capaz de absorber en sí misma la vida que le rodea y de lanzarla otra vez por ahí entre música planetaria. Cuando el fenómeno poético queda señalado en los cielos (…) es hora de que los críticos verifiquen sus cálculos de acuerdo con ello. Es hora de que reconozcan que ahí la imaginación ha contemplado intensamente la verdad del ser del mundo visible y que ha nacido la belleza, el esplendor de la verdad (SH: 75-76; cf. el ensayo sobre Mangan, CW: 103 y ss.).

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El poeta es la persona que, en un momento de gracia, descubre el alma profunda de las cosas; no sólo, es quien, una vez postulada el alma, la puede llevar a la existencia gracias a la palabra poética. La epifanía, pues, es una manera de descubrir lo real y al mismo tiempo una manera de definirlo a través del discurso.

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Esta concepción se modifica desde la argumentación del Stephen Hero a la del Portrait. En el primer libro, la epifanía es aún un modo de ver el mundo y, por consiguiente, un tipo de experiencia intelectual y emotiva. De ese estilo son las anotaciones de vida vivida que el joven Joyce recogía en su cuaderno de Epiphanies, fragmentos de conversación que sirven para fijar un carácter, un tic, un vicio típico, una situación existencial.23 Son las visiones rápidas e imponderables que se anotan en el Stephen Hero\ puede tratarse del diálogo entre dos amantes, oído por casualidad una noche de niebla, y que provoca en Stephen «una impresión lo bastante aguda para afectar gravemente su sensibilidad» (SH: 216); puede tratarse del reloj de la aduana que es epifanizado de improviso, y que, de pronto, sin razón aparente, se vuelve «importante». ¿Por qué y para quién? En las páginas de Pater se encuentra ya una respuesta: para el esteta en el momento en que aprehende el acontecimiento, más allá de cualquier costumbre. Aún hay páginas en el Portrait que parecen inspiradas directamente en esta noción:

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Su pensamiento era como un crepúsculo de duda y de desconfianza propio, alumbrado acá y allá por los relámpagos de la intuición, pero relámpagos de tan diáfana claridad, que en aquellos instantes el mundo se deshacía bajo sus pies, como si hubiera sido consumido por el fuego; después su lengua se anudaba y sus ojos permanecían mudos ante las miradas de los demás, porque se sentía envuelto como en un manto en el espíritu de la belleza (P: 210).

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Y se encontró, de pronto, mirando las palabras casuales que a su derecha o a su izquierda surgían, y estúpidamente maravillado de que se hubieran desposeído en silencio de todo sentido actual, de tal modo, que hasta el más insignificante letrero de tienda llegaba a aprisionar su espíritu como si se tratase de las palabras de un ensalmo; y el alma se le iba arrugando, suspirante de puro vieja (P: 212).

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El análisis podría continuar todavía. A veces la imagen es aún más rápida, la visión del reverendo Stephen Dedalus, el Mulier cantat, un olor a coles podridas: lo insignificante adquiere importancia. Son éstos los casos teorizados en Stephen Hero, los casos en los que casi parece instaurarse entre el esteta y la realidad una especie de tácito entendimiento, de modo que la segunda le confía al primero su secreto, con un guiño de complicidad. Y son éstos los casos en los que el Portrait se manifiesta más claramente como el relato irónico —y también afectuoso— de esas experiencias interiores que en el Stephen Hero eran el único momento, el momento central de la experiencia estética, identificada con la experiencia de vida.

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Entre el Stephen Hero y la redacción final del Portrait pasan unos diez años: en medio se coloca la experiencia de los Dubliners. Ahora bien, cada cuento de esta colección se presenta, en el fondo, como una vasta epifanía o, de todos modos, como la disposición de acontecimientos que tienden a resolverse en una experiencia epifánica. Sin embargo, no se trata ya de una anotación rápida y pasajera, una relación casi estenográfica de experiencia vivida. Aquí el hecho real, la experiencia emotiva se aísla y «monta» mediante una inteligente estrategia de medios narrativos, situados en el punto culminante de la narración, donde se convierten en clímax, resumen y juicio de toda la situación.

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Por eso, las epifanías de Dubliners resultan ser momentos clave, momentos símbolo de una situación determinada. Aunque surjan en un contexto de indicaciones realistas, y no constituyan sino hechos o frases normales y corrientes, adquieren un valor de emblema moral, de denuncia de un cierto vacío o inutilidad de la existencia. La visión del viejo sacerdote muerto en el primer cuento, la fatuidad sórdida de Corley con su sonrisa de triunfo mientras enseña la monedita en Two Gallants, el llanto final del Chandler de A little Cloud, la soledad del Duffy de A Painful Case: todos ellos momentos rapidísimos que se convierten en metáfora de una situación moral en virtud de un acento puesto insensiblemente en ellos por el narrador (cf. Augusto Guidi, 1954).

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En definitiva, en este momento de su proceso de maduración artística, Joyce parece llevar a cabo lo que la estética de Stephen Hero (73) apenas prometía:

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el artista que supiera desenredar la sutil alma de la imagen de su red de circunstancias artísticas más ajustadas a ella en su nuevo oficio, ése sería el supremo artista.24

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Se comprende entonces cómo en el Portrait la epifanía deja de ser un momento emotivo que la palabra artística puede evocar (si puede) y se convierte en un momento operativo del arte que funda e instituye no una manera de experimentar sino una manera de formar la vida. A este punto, Joyce abandona el mismo término de «epifanía» porque, en el fondo, evocaba demasiado un momento de visión en que algo se muestra,25 mientras que lo que ahora le interesa es el acto del artista que muestra él mismo algo mediante una elaboración estratégica de la imagen.26

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Ahora se convierte verdaderamente Stephen en un «sacerdote de la eterna imaginación, capaz de transmutar el pan cotidiano de la experiencia en materia radiante de vida imperecedera» (P: 263). Ahora adquiere significado la afirmación del Stephen Hero por la que el estilo clásico («el silogismo del arte, el único proceso legítimo de un mundo al otro») está, por naturaleza, «atento a las limitaciones» y ama «inclinarse sobre esas cosas presentes y trabajar así en ellas y configurarlas de modo que la rápida inteligencia pueda ir más allá de ellas hasta alcanzar su significado, que aún no ha sido expresado» (SH: 73-74). El arte entonces, en vez de registrar, produce visiones epifánicas para que el lector capte la «inside true inwardness of reality» a través de la «sextuple gloria of light actually retained».

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El ejemplo por excelencia de epifanía que aparece en el Portrait es el de la muchacha-pájaro: aquí no se trata ya de una rápida experiencia anotable y comunicable mediante breves alusiones; lo real se epifaniza precisamente gracias a la alta estrategia de las sugestiones verbales que el poeta despliega. La visión, con todo su potencial de revelación de un universo resuelto en belleza, en purísima emoción estética, adquiere su realce pleno sólo en la estructura total e inalterable de la página.

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A este punto, radicalmente, la última sospecha de tomismo se desmorona, y las categorías de Santo Tomás se revelan tal como las había entendido el joven artista, un cómodo trampolín, un ejercicio interpretativo estimulante sólo a condición de servirse de él como punto de partida para otra solución. Las epifanías del Stephen Hero, identificándose con un descubrimiento de la realidad, podían tener aún alguna conexión con el concepto escolástico de quidditas. Pero ahora el artista funda su visión epifánica entresacando, del contexto objetivo de los acontecimientos experimentados, hechos atómicos que vincula en nuevas relaciones por medio de una catalización poética completamente arbitraria. Un objeto no se revela en virtud de una estructura suya objetiva y verificable, se revela sólo porque se convierte en emblema de un momento interior de Stephen.

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¿Por qué se convierte en emblema? El objeto que se epifaniza no tiene, para epifanizarse, otro título que el de haberse epifanizado. No sólo en Joyce, sino antes y después, la literatura contemporánea nos ofrece, aun sin teorizarlos, ejemplos de ese tipo. Y notamos siempre que el hecho nunca se epifaniza porque sea digno de epifanizarse, sino que, por el contrario, resulta digno de haberse epifanizado porque, en efecto, se ha epifanizado. Aparecida en casual sincronía con una disposición emotiva, o en vaga referencia no siempre justificable, o como causa a menudo accidental, la cosa se convierte en su cifra.

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Si, en Proust, ciertas epifanías imprevistas tienen, por lo menos, razones objetivas basadas en una sinestesia mnemónica (la analogía entre la sensación de hoy y la de ayer provoca el cortocircuito y arrastra en su remolino figuras, sonidos y colores), en páginas, en cambio, como Vecchi Versi de Montale, la palomilla que chocaba contra la lámpara y descendía a la mesa «pazza aliando le carte» no parece haber tenido otro derecho a la supervivencia en la memoria que el de la fuerza, la fuerza de un hecho que se ha impuesto y ha sobrevivido a los demás. Sólo después de haberse vuelto gratuitamente importante, un hecho epifánico puede cargarse de justificaciones y convertirse en símbolo.

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No se trata, a la postre, de un revelarse de la cosa en su esencia objetiva (quidditas), sino de una revelación del valor de la cosa en ese momento y para nosotros: ese valor, conferido en ese momento, es el que hace efectivamente la cosa. La epifanía otorga a la cosa un valor que no tenía antes de encontrarse con la mirada del artista. Bajo este aspecto, la doctrina de las epifanías y de la radiance se encuentra en nítida oposición a la doctrina tomista de la claritas: en Santo Tomás, un rendirse al objeto y a su esplendor, en Joyce, un desarraigar el objeto de su contexto habitual, un sujetarlo a nuevas condiciones y conferirle nuevo esplendor y valor por gracia de visión creadora.

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Y a la luz de tales afirmaciones también la integritas se especifica en su significado de elección, de perimetración, no tanto siguiendo los contornos de un objeto determinado, cuanto confiriendo contornos al objeto elegido. La epifanía es ahora el resultado del arte que recorta la realidad y la plasma siguiendo formas nuevas: el artista disentangles y re-embodies. La evolución desde los escritos juveniles, aún anclados a un aristotelismo de máxima, a estos textos del Portrait, ya es completa.

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Si volvemos rápidamente a aquéllos, nos damos cuenta de que en 1904, en el Pola Notebook, Joyce trataba aún de determinar las fases de la percepción corriente y el momento en que en ellas se insertaba la posibilidad del gozo estético, identificando dos actividades fundamentales en el acto de la aprehensión: la simple percepción y la «recognición», por la que el objeto percibido (en su estructura formal) se juzga satisfactorio y, por lo tanto, hermoso y agradable (aunque de hecho sea un objeto feo). En estos apuntes Joyce es más escolástico de lo que él mismo se creía y toca la vieja cuestión de los trascendentales, es decir, la pregunta de si la belleza es una cualidad extensiva a todo el ser y si, en ese caso, cada objeto, en cuanto forma realizada en una materia determinada (y en cuanto percibido en estas sus características estructurales), es por eso mismo hermoso, ya sea una flor, un monstruo, un acto moral, una piedra, una mesa. Sobre estas convicciones, que Santo Tomás habría suscrito plenamente (y según las cuales es tan difícil discernir en el pensamiento escolástico las posibilidades de una experiencia estética privilegiada y diferente de la esteticidad de cualquier experiencia cotidiana), Joyce puede concluir que «incluso el objeto más horrible puede ser calificado de bello, por la antedicha razón, tal como antes hemos dicho que puede calificarse de bello a priori, en cuanto en él se centra la actividad de la simple percepción» (CW: 212-213).

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La solución que Joyce propone, para distinguir la experiencia estética propiamente dicha de la ordinaria, es ésta: la segunda actividad de la aprehensión supone una tercera, la de la «satisfacción» en la que el proceso perceptivo se calma y se completa; ahora bien, la validez estética de lo contemplado se mide por la intensidad de esta satisfacción y por su duración. Con esto, se acerca una vez más a la posición tomista por la cual el objeto hermoso sería aquel «in cujus aspectu seu cognitione quietetur appetitus», y la plenitud de la percepción estética consistiría en una especie de pax, de satisfacción contemplativa. Pero esta pax puede identiíicarse fácilmente con el concepto de éxtasis estético en el que Joyce resuelve, en el París Notebook, la noción aristotélica de catarsis.27

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Dejando aparte la interpretación médico-psicológica de la catarsis como hecho dionisíaco, purificación que se realiza a través de la excitación cinética y paroxística de las pasiones para obtener la expiación mediante el énfasis (a título de shock), Joyce entiende la catarsis como la cesación de los sentimientos de piedad y terror y el surgimiento de la alegría. Es, la suya, una interpretación racionalista del concepto aristotélico, por lo que las pasiones, en la escena trágica, se exorcizarían al separarlas del espectador y objetivarlas en el puro tejido dramático de la intriga, en un cierto sentido «enajenándolas» y haciéndolas universales y, por lo tanto, impersonales. Se comprende cómo el Stephen Dedalus que defenderá tan vigorosamente la impersonalidad del arte podrá sentirse atraído por esta interpretación y hacerla suya en el Stephen Hero.

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Desde los escritos juveniles, pasando por la primera redacción de la primera novela hasta el Portrait, la concepción cambia en su sustancia, aunque en la forma general resulte inalterada. Y en el Portrait, el gozo estético y el éxtasis de las pasiones se convierten en «the luminous silent stasis of aesthetic pleasure». La terminología carga el concepto de nuevas implicaciones, ese placer estático no es pureza de contemplación racional, sino estremecimiento ante el misterio, tensión de la sensibilidad hasta los límites de lo inefable. Walter Pater, los simbolistas y D’Annunzio han sustituido a Aristóteles.

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Para llegar a esta nueva disposición de ánimo era necesario que sucediera algo en el mecanismo de la percepción estética y en la naturaleza del objeto contemplado: es exactamente lo que se verificó con la teoría de la claritas y el desarrollo de la idea de epifanía. El placer ya no resulta de la plenitud de una percepción objetiva, sino de la promoción subjetiva de un momento imponderable de la experiencia, de la traducción en términos de estrategia estilística de esta experiencia y de la formación de un equivalente lingüístico de la realidad. El artista medieval era siervo de las cosas y de sus leyes, siervo de la misma obra que debía hacerse de acuerdo con reglas determinadas. El artista de Joyce, último heredero de la tradición romántica, saca significados de un mundo que sería amorfo si no, y al hacerlo se adueña de él, y se convierte en su centro.

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Aun así, hasta el final del Portrait, Joyce se debate en una serie de contradicciones no resueltas. Stephen, crecido en la escuela de Santo Tomás, rechaza, junto con la fe, la lección del maestro, modernizando instintivamente, sin darse cuenta siquiera, las categorías escolásticas. Lo hace escogiendo la dirección de la cultura contemporánea que más podía fascinarlo y que, a fin de cuentas, más lo había impregnado a través de lecturas, polémicas y discusiones. Es la concepción romántica del acto poético como acto religioso de fundación del mundo, o más bien, de resolución del mundo —rechazado en calidad de lugar de nexos objetivos— en el acto poético, es decir, en la instauración de nexos subjetivos.

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¿Podía bastar esta poética a quien se había dirigido a la lección de Ibsen para encontrar un modo de dilucidar, por medio del arte, las leyes que gobiernan los acontecimientos humanos? ¿Podía bastar a quien se había nutrido de un pensamiento como el escolástico, que era una continua invitación al orden, a la estructuración clara y calificable, no al acento lírico y evanescente? ¿Podía bastar a quien, en definitiva, maduraba desde siempre una vocación descriptiva, un instinto de descubrimiento y tipificación de caracteres y situaciones (como se observa en los Dubliners) hasta el punto de querer disolver, en la impersonalidad del acto descriptivo, las intrusiones de la subjetividad y de la emoción que en la estrategia de la epifanía se presentan, en cambio, como la condición esencial para llevar a temperatura lírica las experiencias arrancadas a las circunstancias originarias y reorganizadas en la página? ¿Basta la solución del Portrait a quien ha rechazado todo vínculo y toda sujeción para ir «a buscar por millonésima vez la realidad de la experiencia» y a forjar en la fragua de su espíritu la conciencia increada de la raza? (P: 302-303).

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En otros términos, Joyce, que había iniciado su carrera de esteta con un ensayo titulado Arte y Vida y que en la lección de Ibsen había encontrado una solución a las relaciones profundas entre palabra artística y experiencia moral, en el Portrait parece aceptar, de esta dicotomía, la solución decadente de la disociación, la negación de la vida en el arte, o mejor dicho, la afirmación de que se goza de vida verdadera sólo en la página del artista.

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Si Joyce se hubiera detenido en el Portrait, nada habría podido reprocharse a las formulaciones estéticas de este libro y la estética de Stephen se habría identificado con la del autor. Pero desde el momento en que Joyce se pone a escribir el Ulysses, revela la profunda convicción de que el arte, si es actividad formadora, «humana disposición de materia sensible con finalidad estética», entonces debe ejercitarse en un material bien determinado, que no es sino el tejido mismo de los acontecimientos vitales, de las vicisitudes psicológicas, de las relaciones morales además que de toda la cultura universal (cf. S. L. Goldberg 1961: «Art and Life»). Por consiguiente, la estética de Stephen no podrá ser completamente la estética del Ulysses y, de hecho, lo que Joyce enuncia a propósito del Ulysses se sale de los límites bien delineados de las categorías filosóficas y de las elecciones culturales del joven artista.

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Esto Joyce lo sabe: el Portrait no quiere ser su manifiesto estético, sino el retrato de un Joyce que ya no existe cuando termina esa irónica relación autobiográfica y empieza a trabajar en el Ulysses.28 En el tercer capítulo de este libro, Stephen, paseando por la playa, recordará con afectuosa sencillez los propios proyectos juveniles: «¿Recuerdas tus epifanías en hojas verdes ovaladas, profundamente profundas, copias para enviar, si morías, a todas las bibliotecas del mundo, incluida Alejandría?»29

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Naturalmente, muchos de los principios estéticos del primer Joyce siguen siendo válidos para definir su obra sucesiva. Pero la estética de los dos primeros libros es ej

emplar bajo otro aspecto, es decir, en ella se propone en todo su alcance el conflicto entre el mundo pensado ad mentem divi Thomae y las exigencias de la sensibilidad contemporánea. Conflicto que se repetirá fatalmente también en las dos obras sucesivas, aun cuando con formas distintas: conflicto entre el orden tradicional y la nueva visión del mundo, conflicto del artista que trata de dar forma al caos en que se mueve y se encuentra entre las manos una y otra vez los instrumentos del viejo Orden porque aún no ha logrado reemplazarlos.

https://lectover.blogspot.com/2019/01/hola-mundo.html

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