domingo, 24 de marzo de 2019

La comedia Celeste

Andrew Tomas

Categoría: Ufología

[Extracto del libro 'No somos los primeros']

En 1877, Asaph Hall, el director del Observatorio Naval de Washington, descubrió las dos pequeñas lunas de Marte: Fobos y Deimos. Cosa bastante curiosa: el decimoquinto libro de la Ilíada menciona el hecho de que el dios Marte tiene dos compañeros: Fobos y Deimos. ¿Se trata de una antigua tradición referente a los satélites marcianos, expresada en una forma simbólica? Aproximadamente 250 años antes del descubrimiento de las lunas marcianas, Kepler (1571-1650) dejó la siguiente solución de un anagrama astronómico de Galileo.

«Salve, umbistineum geminatum Martia proles», que significa: «¡Os saludo, descendencia gemela de Marte!». Aparentemente, ¡Kepler conocía la existencia de los «gemelos de Marte»! Cyrano de Bergerac (1619-1655), en su Autre Monde menciona también las dos lunas de Marte. Voltaire (1694-1778) estaba igualmente seguro de que Marte poseía dos satélites: «Bordeando el planeta Marte, del que se sabe que tiene un tamaño cinco veces más pequeño que nuestra propia Tierra, se divisan dos lunas subsidiarias a esta órbita que han escapado a la observación de todos nuestros astrónomos», escribía en Micromegas. En Los viajes de Gulliver escrito en 1726, Jonathan Swift describe la isla volante de Laputa, sostenida e impulsada en el espacio por un imán. Los científicos que viven en esta ingrávida «plataforma espacial» hablan de las dos lunas de Marte. Una de estas «estrellas más pequeñas, o satélites», como Swift las llama, gira alrededor del planeta Marte a una distancia de tres diámetros marcianos a partir del centro del planeta. La otra lo hace a una distancia de cinco diámetros marcianos. Mientras que las distancias reales a las órbitas de Deimos, el satélite exterior, y Fobos, el satélite interior, son menores de tres diámetros y medio para Deimos, y uno y medio para Fobos, es cierto que, tal como señalaba el doctor I. M. Levitt, el astrónomo americano, «la semejanza entre los satélites hipotéticos y los reales es tan extraordinaria, que este hecho ha sido considerado como una de las especulaciones más asombrosas del hombre»[23]. Las previsiones de Swift, Voltaire, Bergerac y Kepler son, por lo general, explicadas de este modo: la Tierra posee una luna, Júpiter, cuatro (conocidas en aquel tiempo); por tanto, Marte debe de tener dos. Al margen de las razones que tuvieron para creer que Marte poseía dos lunas, los autores de los siglos XVII y XVIII dieron ciertamente en el blanco: el planeta tiene dos satélites. Lo que es más, son los de masa más pequeña existentes en todo el sistema solar, que posee 31 satélites. A mayor abundamiento, Fobos es la luna más rápida del sistema, ya que gira en tomo a Marte en 7 horas y 39 minutos, o sea, en menos tiempo del que el propio Marte invierte en girar alrededor de su propio eje. Este fenómeno no tiene paralelo en nuestro sistema solar. Uno no puede menos de pensar que tal vez los antiguos griegos heredaron una tradición relativa a estas lunas de Marte, procedente de una desconocida fuente de ciencia primordial. La verdad científica estaba disfrazada en su leyenda del dios Marte con sus dos compañeros, Fobos y Deimos. La historia de las dos lunas de Marte, acerca de las cuales estuvo hablando la gente casi doscientos años antes de que fueran vistas realmente, es, sin duda, cautivadora. No obstante, un misterio aún más delirante lo constituye un caso exactamente opuesto al de las lunas marcianas. Increíble, pero cierto: en otro tiempo existió una luna, que al principio fue indudablemente vista, y de la que posteriormente sólo se pudo hablar de ella. Nos referimos al extraño caso de la luna de Venus. Al amanecer del día 25 de enero de 1672, el gran astrónomo Cassini, que había descubierto la «gran mancha rosa» de Júpiter, divisó un pequeño objeto cerca de Venus. Estuvo contemplándolo durante diez minutos, pero decidió no provocar una sensación proclamando el descubrimiento de una luna de dicho planeta. Volvió a verla a las 4,15 de la madrugada del día 18 de agosto de 1686. El satélite era grande, una cuarta parte del tamaño de Venus, y estaba situado a una distancia de tres quintos del diámetro del planeta. La luna de Venus mostraba fases parecidas a las del planeta materno. Cassini estudió el cuerpo durante quince minutos, y dejó cumplidas notas. El 23 de octubre de 1740, el inglés James Short descubrió un cuerpo cerca de Venus, a una distancia de un tercio del diámetro del planeta, y lo examinó, a través de su telescopio, durante una hora. El 20 de mayo de 1759, Andreas Mayer, de Greifswald, Alemania, observó durante media hora un cuerpo astronómico en las proximidades de Venus. En 1761, Jacques Montaigne, miembro de la «Sociedad Limoges», que había descubierto un cometa y que hubo de mostrarse muy escéptico con respecto a las observaciones de la luna de Venus, pudo verla por sí mismo durante los días 3, 4, 7 y 11 de marzo de 1761. Los días 10, 11 y 12 de febrero de 1761, Joseph-Louis Lagrange, de Marsella, que posteriormente se convirtió en director de la Academia Berlinesa de Ciencias, comunicó sus observaciones del satélite de Venus. El 15, 28 y 29 de marzo del mismo año, Montbarron, de Auxerre, Francia, distinguió el satélite de Venus a través de su telescopio. Roedkioer, de Copenhague, realizó ocho observaciones del cuerpo de referencia en los meses de junio, julio y agosto de 1761. Los trabajos de estos astrónomos fueron, al fin, oficialmente reconocidos, cuando Federico II el Grande rey de Prusia, propuso que la luna de Venus fuera bautizada con el nombre de D’Alembert en honor del sabio francés. Posteriormente, Christian Horrebow, de Copenhague, estudió el satélite de Venus el 3 de enero de 1768. Lo que ocurrió más tarde fue más misterioso que cualquier secuestro sin resolver que el F. B. I. tuviera jamás en sus manos: ¡el pequeño vástago de Venus desapareció durante un siglo entero! Regresó nuevamente en 1886, cuando el astrónomo Houzeau contempló la mini-Afrodita por siete veces. Incluso la bautizó con el nombre de Neith en honor de la diosa egipcia de la Ciencia. El 13 de agosto de 1892, el astrónomo americano Edward Emerson Barnard contempló un objeto de séptima magnitud cerca de Venus, a pesar del hecho de que nunca había prestado crédito a la historia dé la luna de este planeta. Su informe es notoriamente fidedigno, porque el profesor Barnard era el descubridor de la quinta luna de Júpiter, y también de una estrella de la constelación de Ofiuco, bautizada en su honor. Y mientras la quinta luna jovial gira aún alegremente alrededor del planeta madre, y la estrella de Barnard no ha cesado de parpadear, la descendencia de Venus ha desaparecido de nuevo. Durante un centenar de años los astrónomos estuvieron a la expectativa para descubrir este hijo ilegítimo de la diosa del amor, pero sin éxito. El misterio de la luna de Venus, vista por tantos astrónomos, sigue todavía sin resolver. ¿Puede ser descubierto el planeta correcto gracias a cálculos equivocados, o el planeta equivocado mediante cálculos correctos? Evidentemente, puede serlo. Hace 40 años, después de una series de cálculos, el doctor Clyde Tombaugh decidió que, a causa del extraño movimiento de Neptuno, debía de existir algún otro planeta más allá de él. Apuntó su telescopio en la dirección correcta, y halló el planeta Plutón. Esto ocurrió en 1930. Mas, actualmente, después de todos estos años, los astrónomos afirman que Plutón no pudo haber perturbado a Neptuno o a Urano, porque es mucho más pequeño. «El descubrimiento del planeta fue una coincidencia caprichosa», aseguran. La moraleja es ésta: en ocasiones, puede resultar provechoso cometer errores en los cálculos matemáticos, si es que verdaderamente se cometieron errores en este caso. Y ahora llegamos al mayor escándalo ocurrido en los asuntos celestes. El 26 de marzo de 1859, el doctor Lescarbault, de Orgéres, Francia, observó, durante más de una hora y cuarto, un cuerpo astronómico que cruzaba el disco solar. Leverrier, el director del Observatorio de París, visitó al doctor Lescarbault con objeto de comprobar sus observaciones, cálculos y antecedentes. Lo hacía con gran escepticismo y escaso entusiasmo. No obstante, Leverrier quedó satisfecho de la entrevista, y llegó a la conclusión de que un planeta intramercuriano había sido descubierto por Lescarbault. Calculó su masa en un 1/17 de la masa de Mercurio, y su órbita, igual a 19 de nuestros días. Lo denominó Vulcano. El doctor Lescarbault presentó sus hallazgos a la Academia de París, en enero de 1860. Inmediatamente, Napoleón III lo galardonó con la cinta roja de la Legión de Honor. Mientras Francia se mecía en la gloria de este descubrimiento astronómico, Vulcano se negó de pronto a aparecer en los telescopios y se desvaneció tan inesperadamente como la luna de Venus. Pero en este caso no se trataba de una simple luna, sino ¡de todo un planeta extraviado! Sin embargo, para complicar más las cosas, en 1878 ¡el profesor James Watson, de la Universidad de Michigan, pretendió haber visto dos Vulcanos en lugar de uno! Un astrónomo aficionado, Lewis Swift, había tenido también una buena visión de Vulcano desde Pike’s Peak, en Colorado. Sin embargo, Swift no era un vulgar observador de las estrellas, ya que su trabajo acerca de la nebulosa hubo de ser reconocido por los astrónomos. Es pura impertinencia por parte de los críticos afirmar que todos estos hombres de ciencia sufrieron alucinaciones, y que Lescarbault consiguió injustamente su cinta roja. Las observaciones fueron, sin duda, genuinas, pero todavía no sabemos cuál fue el cuerpo que cruzó el disco solar en 1859. ¿Se trataba de un asteroide, o de una gigantesca plataforma espacial procedente de otro mundo? Y, por lo que respecta a la luna de Venus, ¿era tal vez una enorme ciudad espacial que cruzaba la galaxia?.

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